
Una contemplación sobre el Ser, la ilusión y el retorno al Origen
La nostalgia de lo real
Hay una inquietud profunda que atraviesa el corazón de muchos seres humanos, aunque no siempre se sepa nombrar. Una especie de vacío sutil, una sensación de que algo esencial se nos escapa entre los días, entre las palabras, entre los logros. Aunque todo parezca “estar en orden”, algo dentro de nosotros presiente que hay más, que lo que vemos, tocamos o conseguimos no basta para colmar la sed que nos habita.
Es como si viviéramos rodeados de imágenes, reflejos, ecos… pero no de la fuente. Como si habitáramos un mundo de apariencias cada vez más veloces, pero cada vez menos verdaderas.
En medio de esta experiencia que no es moderna ni nueva, sino ancestral surge una pregunta que atraviesa todas las tradiciones de sabiduría:
¿Qué es lo verdaderamente real? ¿Dónde está aquello que no cambia, que no se desvanece, que no muere?
El pensamiento hermético, eco de una sabiduría antigua que atraviesa los tiempos, responde con claridad desarmante:
Solo Dios es real. Todo lo demás es reflejo, participación o ilusión.
Este artículo es una invitación a contemplar esa verdad con el alma abierta, a mirar más allá de las formas para descubrir el Ser que sostiene todo lo que es. No se trata de una doctrina lejana, sino de una realidad inmediata: la Vida verdadera está en Dios, y fuera de Él, todo es sombra.
La raíz del Ser
Dios como única Realidad
Cuando miramos el mundo con atención, advertimos que todo lo que existe desde una hoja que brota hasta las estrellas que giran en silencio depende de algo. Todo cambia, todo nace y muere, todo es llevado por ritmos que no controla. Nada parece tener un ser estable, permanente, absoluto.
Incluso nosotros mismos, con nuestros pensamientos, emociones y cuerpos, somos pasajeros. ¿Qué, entonces, sostiene al mundo? ¿Cuál es el fundamento que no cambia, que no nace ni muere, que simplemente es?
El pensamiento hermético responde con solemnidad:
Dios es. Y fuera de Él, nada es por sí mismo.
Dios no es una cosa más en el universo. No es un ser dentro del tiempo o del espacio. Es el Ser mismo, la Fuente de donde mana todo lo real, la Raíz invisible que hace posible todo lo visible. Su realidad es absoluta, sin mezcla, sin devenir. Él es el Uno, el Intelecto divino (Nous), la plenitud del Ser.
Todo lo que existe fuera de Él existe solo en la medida en que participa de su Ser. Es como la luz de la luna, que no brilla por sí misma, sino que refleja la del sol. Así también el mundo y nuestra alma no son realidades autónomas, sino reflejos del Ser eterno.
Esto no degrada la creación. Al contrario: la ennoblece, pues todo cuanto es, es en Dios, como un símbolo viviente de su Presencia.
Pero también nos deja una advertencia: si nos separamos de esa Fuente, perdemos nuestra raíz ontológica. Empezamos a existir en apariencia, no en verdad.
Por eso, la vida espiritual no es un agregado moral ni una opción devocional. Es el camino hacia la existencia verdadera. Es volver a lo que es, a lo que permanece, a lo que da sentido.
La ilusión de la separación
Si Dios es el Ser verdadero, entonces estar unidos a Él es vivir en la plenitud de lo real. Pero si esto es así, ¿cómo es posible que tantas almas vivan lejos de Dios, atrapadas en lo efímero, en lo ilusorio, en lo que no permanece?
La tradición hermética, heredera de la sabiduría del Egipto espiritual y de la filosofía del alma, enseña que el alejamiento de Dios no es físico ni espacial. No hay un lugar “fuera de Dios” donde pueda esconderse el alma. Lo que ocurre es un giro interior, un acto de olvido, en el que el alma se distrae de su origen, vuelve su rostro hacia las sombras del mundo, y se enreda en las formas transitorias como si fuesen permanentes.
“El alma que se olvida de su origen divino cae en el reino de la ilusión. Vive, pero no sabe que vive. Se mueve, pero sin dirección. Está como dormida en medio de los sueños del cuerpo.”
(Paráfrasis inspirada en Corpus Hermeticum XI)
Este giro hacia lo múltiple, lo cambiante, lo aparente, produce una forma de exilio interior. El alma ya no recuerda quién es, ni de dónde viene. Comienza a identificarse con sus deseos, con sus pasiones, con su imagen, con el ruido del mundo. Y aunque parezca viva, vive como una sombra.
No se trata de castigo ni condenación, sino de una ley natural del Ser: todo lo que se aleja de la Fuente pierde vitalidad, claridad, sustancia. Lo que no se alimenta del Ser comienza a desintegrarse. Por eso, el alma que se separa de Dios no deja de existir, pero sí deja de existir plenamente. Se sumerge en una forma de irrealidad progresiva.
Esta es la verdadera raíz del sufrimiento existencial: no haber perdido algo exterior, sino habernos perdido a nosotros mismos al dejar de mirar al Uno. En lugar de vivir desde el centro, vivimos desde la periferia. En lugar de beber del manantial, nos perdemos en espejismos.
Pero incluso en este estado, el alma conserva una chispa del recuerdo. Una nostalgia del Ser. Una llamada silenciosa que, si se escucha, puede iniciar el camino de retorno.
Existir es participar de Dios
El alma no tiene ser propio. No es una fuente autónoma ni un fuego separado. Es más bien como una lámpara encendida por la llama divina: si se separa del fuego, se apaga. Pero si permanece unida, brilla con intensidad y calidez. Así también, el alma existe verdaderamente solo en la medida en que participa del Ser divino.
Esta es una de las verdades más luminosas del pensamiento espiritual hermético:
Ser no es simplemente “estar ahí”; ser es participar del Ser que no cambia, que no muere, que no depende de nada: Dios.
Dios es el único que es por sí mismo. Todo lo demás incluido el cosmos, el tiempo, los cuerpos, los pensamientos existe en tanto participa de Él, como el reflejo de la luna participa de la luz solar. No hay ser fuera de Dios; sólo hay grados de participación, de cercanía, de sintonía.
Por eso, vivir alejados de Dios no es solo una falta espiritual: es una pérdida de realidad, una forma de existencia vacía, desconectada de su fundamento. Como hojas secas separadas del árbol, vamos perdiendo lo que somos, hasta que no queda más que movimiento sin sentido, ruido sin música.
Pero cuando el alma vuelve su rostro al Origen, cuando invoca, contempla, se recoge en el Silencio vivo, algo comienza a encenderse. Poco a poco, lo que era sombra se vuelve figura, lo que era confusión se vuelve luz, lo que era vacío se vuelve plenitud. Es entonces cuando comenzamos a ser de verdad.
La tradición hermética no separa conocimiento de vida. Conocer a Dios es vivir. Ignorarle es morir. No en el sentido físico, sino en un sentido mucho más profundo:
“La muerte es ignorancia de Dios. La vida es conocimiento del Uno.”
(Corpus Hermeticum VII.2, interpretación libre)
Existir, entonces, no es solo respirar. Es participar de lo eterno, permitir que lo divino brille a través de nosotros, y recordar que nuestra alma no nos pertenece: es de Dios y hacia Dios retorna.
Y esa participación no es teórica. Es vivencial, contemplativa, amorosa. Es silencio, oración, belleza, asombro. Es volver a mirar el mundo como símbolo y no como objeto. Es vivir de nuevo en el ritmo del Nous, y no en la dispersión de la materia.
El Retorno
Volver a Ser
Toda separación es aparente. Todo olvido es pasajero. Aunque el alma se disperse entre las formas del mundo, aunque se adormezca en el movimiento incesante de la existencia exterior, una chispa secreta permanece viva, oculta bajo los velos del tiempo.
Esa chispa es la memoria de Dios. No como idea, sino como presencia silenciosa que nos llama desde dentro, una nostalgia sagrada que ninguna experiencia mundana puede saciar.
El retorno al Ser no es un viaje espacial, ni una conquista de voluntad. Es un acto de interiorización, un movimiento del alma que se recoge en sí misma y se eleva más allá de sí. Como quien deja de mirar los reflejos en el agua y vuelve la vista hacia el sol que los causa.
“Hijo mío, tú eres luz. Y si vuelves tu mirada hacia la Fuente, volverás a ser lo que eres: un rayo del Intelecto divino.”
(Corpus Hermeticum, interpretación contemplativa)
El Hermetismo enseña que este retorno es posible para todo ser humano. No está reservado a sabios ni iniciados. Basta con escuchar el llamado, responder con humildad, y comenzar a vivir desde lo esencial. Cada acto de silencio interior, cada gesto de amor gratuito, cada contemplación sincera, es ya una forma de regresar.
Volver a Dios es volver al Ser. Y volver al Ser es recuperar nuestra realidad, nuestra identidad, nuestra plenitud. En este retorno, el alma no se pierde: se encuentra. No desaparece: se purifica de lo que no era suyo. No se fragmenta: se unifica.
La tradición no promete un camino sin lucha. El retorno exige desprendimiento, vigilancia, fidelidad. Pero no como carga, sino como disciplina amorosa del alma que ha recordado su origen. Es el trabajo sutil de volver a ser lo que somos desde siempre, en lo profundo: imagen viviente del Uno.
Un llamado a despertar
Todo en este mundo cambia, se mueve, se transforma. Lo que hoy brilla, mañana se apaga. Lo que creemos poseer, se nos escapa entre las manos como agua fina. Así es el mundo cuando se lo habita sin raíz: una danza de formas sin centro, una sucesión de imágenes sin fuente.
Pero más allá de ese movimiento, hay algo que permanece. Algo que no cambia, que no muere, que no depende del tiempo ni del cuerpo. Ese algo o más bien, ese Alguien es el Ser mismo, el fundamento silencioso de todo lo que existe.
Ese Alguien es Dios.
Y tú, alma humana, no fuiste hecha para las sombras. Fuiste hecha para la luz. Fuiste engendrada no en el azar, sino en el Intelecto eterno, como chispa viviente del Uno. Y aunque hayas olvidado tu origen, no has sido olvidada. La Voz de lo Alto sigue hablándote, no en gritos, sino en símbolos. No en ruido, sino en silencio.
Este artículo no pretende darte una doctrina más. Pretende recordarte algo que siempre has sabido, aunque no lo recuerdes con palabras. Que solo Dios es real, y que fuera de Él, todo es sombra, sueño, ilusión pasajera.
Pero también que volver a Él es posible. Que no necesitas escapar del mundo, sino aprender a verlo desde su Centro. Que no necesitas nuevas cosas, sino despertar lo que en ti ya es divino.
El camino está ante ti. Es el camino del recogimiento, de la contemplación, de la transparencia interior. Un sendero simple, pero profundo. Un retorno sin distancia.
Vuelve al Silencio.
Vuelve al Uno.
Vuelve a Ser.