
Hay una voz que clama desde los antiguos papiros del Corpus Hermeticum, no con la dulzura de los consuelos religiosos, sino con la severidad de un maestro que despierta a su discípulo de un sueño peligroso. Esta voz no suplica: ordena. No consuela: sacude. En el Tratado VII, se alza como un heraldo de la Verdad, proclamando una guerra interna inevitable, urgente y total contra el mayor enemigo del alma: la ignorancia.
¿A dónde vais, ebrios?
No se trata de una ebriedad de vino. Se trata de una intoxicación mucho más profunda, más sutil y más corrosiva. Una embriaguez que nace del autoengaño, de las pasiones disfrazadas de libertad, del entretenimiento que adormece el alma, del narcisismo disfrazado de pensamiento crítico. Nos embriagamos con nuestras propias sombras, creyendo que estamos despiertos. La embriaguez de la ignorancia es dulce al paladar del ego, pero amarga en la verdad. Se bebe como néctar y se digiere como veneno.
El Hermetismo, en su esencia más pura, no es una religión ni una filosofía, sino un arte del despertar. Y este tratado, como un espejo impiadoso, nos obliga a ver el rostro deformado que la ignorancia ha moldeado en nosotros. Es una medicina amarga, porque no halaga al lector: lo confronta. Le dice que está enfermo. Le dice que ha olvidado. Le dice que ha traicionado su naturaleza divina al aceptar la prisión del mundo sensible como morada definitiva.
Alzad los ojos del corazón
El tratado revela una vía, pero no es un camino lógico, ni racional, ni incluso emocional en el sentido común. Es un camino de percepción con el nous esa inteligencia espiritual que habita más allá del discurso, que “sabe” sin necesitar pruebas. Esa visión del corazón no es romántica, es radical. Porque ver con el corazón implica haber desgarrado los velos que lo cubren: miedo, deseo, orgullo, avidez. Implica haber pasado por la noche del alma, por la guerra santa interior que el tratado demanda. Solo con los ojos del corazón se puede ver lo que realmente hay que ver: no una imagen, sino una Presencia. No un dios externo, sino el Dios interno, cuya Luz no puede verse con los ojos, ni oírse con los oídos, ni definirse con la lengua. Solo puede saberse. Y solo después del desgarro.
El puerto de la libertad
El alma, aprisionada en la carne, es como un navío en medio de la tormenta. El mundo y el tratado es claro en esto no es el hogar, sino el mar incierto, caótico y peligroso. La mente humana, en su estado común, no es un instrumento de conocimiento, sino una prisión más: dispersa, manipulable, adicta a sí misma. ¿Hay tierra firme? Sí. Pero no en este mundo. El puerto está dentro. No es físico, ni mental, ni emocional. Es un estado del ser. Un anclaje en la sobriedad interior. La sobriedad no como represión, sino como lucidez. Allí, donde cesa el oleaje del deseo y se aquieta la tempestad de las emociones, comienza a ser posible la ancla: el retorno al conocimiento de Dios.
Desgarrar la vestidura, el acto sagrado
Aquí el tratado alcanza su tono más vehemente. No basta con querer saber. No basta con leer, estudiar, filosofar. Hay que desgarrar. La ignorancia no es un vacío, sino una entidad activa, astuta, una sombra que habita en lo más íntimo. No está afuera: es un parásito interno que susurra con nuestra voz, justifica nuestros actos, se disfraza de sentido común, de autoayuda, de espiritualidad superficial. Es el enemigo vestido con nuestra piel.
Desgarrar esa vestidura no es un acto simbólico ni poético. Es un acto iniciático, brutal y transformador. Implica arrancarse la piel del viejo hombre, morir a todo lo conocido y, desde esa muerte, nacer con ojos nuevos. La ignorancia es el cadáver sensible que llevamos puesto. Y mientras no lo reconozcamos como tal, seguiremos llamando vida a la muerte, luz a la sombra, libertad a la esclavitud. Porque ese enemigo nos ama para poseernos, nos odia para dominarnos, nos cela para que no veamos.
El tratado no deja dudas: la mayor desgracia no es el dolor físico, ni la pérdida emocional, ni siquiera la muerte. La mayor desgracia es no conocer a Dios. Pero no al dios de las iglesias, ni de las ideas, ni de los templos externos. Se trata del Dios Viviente que habita en el fondo del corazón, más allá de todo lenguaje. No conocerle es vivir con el alma encadenada. Es respirar dentro de una tumba. Es caminar dormido creyendo que se está despierto.
Y conocer a Dios, en este contexto, no es obtener información sobre Él, ni creer en Su existencia. Es un acto de unión. Es haber desgarrado todo velo, haber anclado en el puerto de la sobriedad, haber silenciado la mente y abierto el corazón. Solo entonces puede verse al Invisible. No con los ojos de carne, sino con los ojos del alma, que en su pureza original fueron hechos para contemplar.
Este tratado no es un consuelo, sino un grito de guerra. No es un texto para lectores pasivos, sino para alquimistas del alma. Nos exige una decisión: o seguimos embriagados, o comenzamos la obra. O seguimos amando nuestras cadenas, o las rompemos. No hay neutralidad. El Hermetismo no admite tibieza. Y este tratado, como espada de fuego, separa al dormido del despierto, al ignorante del conocedor, al ciego del vidente.
Quien se atreva a responder a este llamado no hallará paz inmediata, sino lucha. Pero tras la lucha, la Luz. No una luz simbólica, sino la Luz viva del Conocimiento, que no es algo que se tiene, sino algo que se es. Pues conocer a Dios, en última instancia, no es mirar hacia arriba, sino volver a ser lo que nunca dejamos de ser en lo más profundo del Ser.
-Apolo-