En lo profundo de un antiguo bosque, donde los árboles eran tan altos que sus copas rozaban los cielos y sus raíces parecían sostener el mundo, vivía un joven mago llamado Alaric. Su fama se había extendido por todas las tierras debido a su habilidad para combatir las fuerzas oscuras. Se decía que podía purificar cualquier energía maligna, y por ello, muchos acudían a él en busca de ayuda.
Alaric no siempre había sido un guerrero de la luz. En su juventud, era un estudioso de los misterios del alma, dedicado a comprender tanto las fuerzas del bien como las del mal. A través de su mentor, un anciano sabio llamado Dorian, aprendió que la verdadera magia radica en el equilibrio. Sin embargo, el mal que rodeaba su aldea crecía día a día, infectando los corazones de los hombres y las criaturas del bosque, y Alaric sintió la urgencia de enfrentarlo.
El joven mago, en su fervor por erradicar la oscuridad, tomó una decisión crucial: abandonaría el estudio del equilibrio y se dedicaría exclusivamente a la caza del mal. Día tras día, se sumergía en rituales para detectar presencias malignas, caminaba por parajes oscuros en busca de espíritus corruptos y purificaba las energías con su magia. Con cada victoria, su poder crecía, pero también lo hacía su obsesión.
Dorian, preocupado, intentó advertirle en más de una ocasión. “El mal no es una cosa que puedas simplemente destruir,” le decía. “Es una energía, una sombra que se alimenta de lo que proyectamos en ella. Si la combates sin equilibrio, corres el riesgo de absorberla en ti mismo.”
Alaric desestimaba las advertencias. “Si no lucho, estas tierras serán consumidas,” replicaba. “No puedo permitir que el mal siga ganando terreno. Debo destruirlo, cueste lo que cueste.”
Con el tiempo, algo comenzó a cambiar en el joven mago. Cada enfrentamiento con las entidades oscuras lo debilitaba en formas que no comprendía. Aunque seguía triunfando, sentía un peso en su corazón, un frío que nunca desaparecía, una oscuridad que parecía seguirlo a donde fuera. Sus manos, que antes purificaban, ahora temblaban de rabia y de un miedo latente. Cuando miraba a sus enemigos, ya no veía seres corruptos, sino un reflejo de algo más profundo, algo en él mismo que no alcanzaba a comprender.
Una noche, Alaric fue llamado al corazón del bosque, donde se decía que moraba un ser tan maligno que su sola presencia marchitaba la vida a su alrededor. El mago, decidido a terminar con la última fuente de oscuridad que conocía, se adentró solo. Los árboles se tornaron retorcidos y el aire estaba cargado con un frío profundo que atravesaba su piel. Finalmente, llegó a un claro donde una figura oscura se alzaba, rodeada de sombras danzantes.
El ser lo observó, sin forma definida, pero con unos ojos que parecían mirar a través de él. “¿Vienes a destruirme, Alaric?” preguntó con una voz que resonaba como un eco del abismo.
“Vengo a poner fin a tu maldad,” respondió el mago con firmeza, pero su voz temblaba levemente.
“¿Maldad?” La figura rió suavemente, una risa cargada de antiguas verdades. “Te has pasado tanto tiempo cazando lo oscuro que te has convertido en su mayor servidor, aunque no lo veas.”
Confundido y furioso, Alaric lanzó su magia contra el ser, pero esta se desvaneció en la oscuridad como si fuera absorbida. Entonces, las sombras comenzaron a rodearlo, susurrando palabras en un idioma antiguo que no comprendía, pero que hacían eco en su alma.
“¿No lo entiendes, Alaric?” continuó la figura. “Cada vez que has combatido la oscuridad, has dejado una parte de ti en ella. Has absorbido su esencia, y ahora eres tan oscuro como aquello que querías destruir.”
El mago retrocedió, pero era demasiado tarde. Las sombras se apoderaron de él, mostrándole todos los momentos en los que, sin darse cuenta, había proyectado odio, ira y miedo en su entorno. Las energías negativas que había absorbido, lejos de disiparse, se habían almacenado en su interior, y ahora estaban listas para tomar control.
Alaric cayó de rodillas, su mente luchando contra la revelación. Todo el tiempo que había dedicado a purificar el mal, a combatirlo sin descanso, había sido su propia caída. En su fervor, había olvidado el equilibrio y, al hacerlo, se había convertido en lo que más temía.
“El mal no se puede destruir, Alaric,” susurró la figura mientras las sombras lo consumían por completo. “Solo puede ser comprendido, equilibrado… o absorbido.”
Cuando Alaric abrió los ojos de nuevo, ya no era el mismo. La oscuridad había tomado raíz en su ser, y aunque aún poseía el poder de la luz, todo lo que proyectaba estaba teñido por las sombras. Los habitantes del bosque, al verlo regresar, creyeron que había triunfado, pero aquellos que se le acercaban demasiado notaban algo diferente. Su presencia, antes cálida y purificadora, se había vuelto fría y distante. Los espíritus oscuros ya no lo temían; lo seguían.
Y así, Alaric se convirtió en aquello que había combatido durante tanto tiempo: una fuerza que proyectaba oscuridad allí donde iba. Ahora entendía que el mal no solo había existido fuera de él, sino también dentro. Había absorbido lo que tanto odiaba, y aunque todavía luchaba por controlarlo, las sombras eran ya una parte ineludible de su ser.