
Interpretación del Tratado VI del Corpus Hermeticum
La noción del Bien ha sido una de las más arduas y persistentes en el pensamiento humano. Desde las escuelas filosóficas griegas hasta las grandes religiones del mundo, el Bien ha sido indagado, perseguido y, a menudo, malinterpretado. Pero es en el sagrado Corpus Hermeticum, particularmente en su Tratado VI, donde esta cuestión alcanza una profundidad mística y metafísica inigualable. Allí, el maestro Hermes dirige su palabra a Asclepio para revelarle que el Bien no se halla en el mundo ni en el hombre, sino únicamente en Dios, y más aún: que Dios mismo es el Bien.
Este artículo busca exponer, desde una lectura reflexiva y teológica, la visión hermética de lo Bueno como esencia divina, en contraste con las ilusorias apariencias de bondad que el hombre reconoce en el mundo.
Hermes declara con autoridad: “El Bien, oh Asclepio, no está en nadie sino solamente en Dios, o mejor digamos que el Dios mismo es eternamente el Bien.” Esta aseveración no admite término medio: no se trata de que Dios sea el más bueno entre muchos, sino que el Bien no tiene existencia fuera de Él. El Bien no es una cualidad que Dios posee, sino que Dios es el Bien en sí, en su pureza absoluta, sin mezcla, sin sombra, sin relatividad.
Esta perspectiva se distancia claramente de visiones éticas relativas o psicológicas, donde lo bueno depende de contextos, intenciones o culturas. Para Hermes, tal relatividad no es sino un eco distante del Bien verdadero, que no se halla en lo generado ni en lo corporal, sino sólo en lo Inengendrado, es decir, en el Dios.
El tratado continúa: “Todo lo que ha sido engendrado padece… Pero allí donde hay padecer de ninguna manera está el Bien.” Esta afirmación establece una frontera infranqueable entre la naturaleza divina y la naturaleza creada. La generación implica pasividad, transformación y sufrimiento. Pero el Bien, siendo divino, es inmutable, sin carencia ni exceso, sin deseo ni tristeza, sin necesidad de defensa, sin posibilidad de corrupción.
Por tanto, el Bien no puede hallarse plenamente en nada que cambie, que sufra o que desee. Por más que el hombre atribuya bondad a ciertos actos, emociones o situaciones, Hermes indica que esto no es sino una ilusión de Bien, una imagen incompleta de lo que, en realidad, es inalcanzable para lo corporal.
Sorprendentemente, Hermes concede que el mundo puede llamarse bueno, pero sólo por participación, no por esencia. “Es de esta manera que el mundo se dice bueno, porque el mundo hace todas las cosas, y es bueno por ese hacer.” No es que el mundo posea el Bien, sino que refleja de manera secundaria la energía providente del Dios. El Bien participa de la creación, como un eco distante o una huella, pero no reside en ella de forma pura.
Esto fundamenta la distinción entre el Bien ontológico (el que es, en Dios) y el bien operativo (el que parece bueno, por sus efectos, en el mundo). El mundo, al ser pasible y cambiante, no puede contener el Bien sin mezcla, y por eso, todo lo bueno en el mundo está teñido de mal: “el bien, aquí abajo, siempre tiene una parte pequeñita de mal.”
Uno de los pasajes más desgarradores y lúcidos es aquel que afirma: “En los hombres, ¡oh Asclepio!, sólo se conserva el nombre del Bien, pero de ninguna manera es tal.” El ser humano, por su composición corporal y su alma encarnada, no puede albergar en plenitud la naturaleza divina. Su experiencia del bien está marcada por el deseo, la cólera, la ilusión y el error. Lo que llama bien riquezas, placeres, poder es en realidad el más profundo de los males.
Esta crítica no es pesimista, sino clarificadora: el verdadero Bien no es lo útil ni lo placentero, sino lo que participa de la esencia divina. En tanto el hombre no haya purificado su alma ni conocido a Dios, confundirá el mal con el bien y caminará ciego en medio de la oscuridad.
El Tratado culmina con un llamado: “Porque uno es el camino que conduce allí: piedad con conocimiento.” El conocimiento del Bien no es posible sin purificación interior, sin devoción y sin la gnosis que disuelve la ilusión de los sentidos. La Belleza y el Bien, como partes del Dios, no se ven con los ojos del cuerpo, sino con el intelecto iluminado por el Nous.
El hermetista, entonces, no persigue el Bien como una virtud ética, sino como una realidad mística y ontológica. Y esa realidad no se alcanza a través de obras exteriores ni de conductas morales, sino por el regreso del alma a su origen divino. El Bien, en su pureza, es incomunicable, inimitable, eterno. Por eso, comprender al Dios es comprender lo Bueno. Y eso sólo se logra con fe, sabiduría y piedad.
La enseñanza de Hermes en este tratado es clara y radical: el Bien no es de este mundo. Todo bien que el hombre reconoce en la tierra es una sombra, un símbolo o una corrupción. El Bien puro es Dios mismo, y sólo quien purifica su mente y su alma puede aspirar a rozar esa Belleza inefable. Así, la vida del buscador hermético no es una mejora moral, sino una transformación ontológica, una vuelta a lo inengendrado, un regreso a la Luz.
El Bien como naturaleza de Dios no es sólo una tesis metafísica, sino una vocación para el alma: nacer de nuevo, no en el cuerpo, sino en el Espíritu, para poder, al fin, ver cara a cara lo que los sentidos nunca verán: el Rostro del Bien.
Excelente articulo hermano José, gracias.
Gracias por esta información hermano, ahora me ayuda a tener una mayor comprensión sobre de qué manera empezar a trabajar en buscar ese verdadero bien, aún que soy conciente de al estar en un cuerpo físico el bien es dual, por lo tanto buscar encontrar un equilibrio y transmutar y pasarlo de un lado a otro.
Bendiciones
SEQUOR VIAM VERITATIS.
Así sea hermano.