
La incoherencia del juicio absoluto y el valor de la razón sagrada
En muchos círculos religiosos contemporáneos, especialmente dentro del cristianismo literalista y fundamentalista, se sostiene una afirmación que parece piadosa, pero que esconde una grieta profunda:
“Dios sabe lo que hace, aunque a nosotros nos parezca injusto.”
Este argumento se repite con frecuencia cuando surgen preguntas incómodas:
— ¿Por qué habría de ser condenado quien no conoció a Jesús, pero vivió en rectitud?
— ¿Cómo puede un Dios que es amor condenar eternamente a un alma que buscó la luz desde otra fe?
— ¿Y qué decir del pueblo de Israel, llamado por Dios mismo, pero rechazado según algunas doctrinas cristianas por no reconocer al Mesías?
Frente a estas preguntas, la respuesta suele ser una apelación a la incomprensibilidad de Dios. Se afirma que no podemos entender sus caminos, y que, aunque parezcan duros o contradictorios, Él sigue siendo justo por definición.
Sin embargo, esta respuesta plantea una tensión espiritual seria:
Si no podemos comprender los juicios de Dios, ¿con qué autoridad los proclamamos como ciertos?
Y si apelamos a la razón para defender algunos dogmas, ¿por qué la descartamos cuando esa misma razón pone en evidencia incoherencias internas?
Hay en esto una grieta invisible, que no siempre se nombra, pero que mina silenciosamente la confianza del buscador. Es la grieta entre la fe como apertura al Misterio y la fe como sumisión al dogma. Entre la razón como lámpara del alma, y el miedo a pensar por temor a desviarse.
Este artículo no busca desacreditar a ninguna tradición, sino ofrecer una reflexión seria y contemplativa sobre este dilema, que es tanto teológico como ético. Desde una mirada que une la sabiduría hermética, la luz del Nous, y la tradición profética del discernimiento, nos preguntaremos:
¿Es justo escudarse en la frase “Dios sabe lo que hace” cuando no queremos responder preguntas que tocan el fondo del alma?
¿Es coherente hablar con certeza en nombre de Dios, y al mismo tiempo afirmar que no podemos entender sus caminos?
¿Acaso no llama la misma Escritura a razonar con Él, a comprender, a crecer en sabiduría?
La fe viva no es la que impone, sino la que enciende el fuego del discernimiento.
Este fuego es el que queremos avivar, paso a paso, en este recorrido.
El comodín de la incomprensibilidad divina
En el corazón de muchas respuestas teológicas se encuentra una fórmula que parece devota, pero que encierra una ambigüedad peligrosa:
“Dios es soberano y sabe lo que hace, aunque parezca duro, injusto o incomprensible para la mente humana.”
Este argumento se presenta como acto de fe, como si la confianza consistiera en aceptar sin entender, y la devoción consistiera en no cuestionar. Bajo este modelo, cualquier sufrimiento, exclusión o juicio puede justificarse sin apelar a la lógica espiritual ni al discernimiento.
Así, se llega a afirmar cosas como:
- Que Dios puede condenar eternamente a personas sinceras que vivieron buscando la verdad, simplemente por no haber aceptado un dogma específico.
- Que el pueblo que Él mismo escogió (Israel) puede ser considerado “descarriado” o “rechazado”, a pesar de su fidelidad al pacto milenario.
- Que el juicio divino debe ser aceptado incluso cuando contradice los atributos de amor, justicia y misericordia que la misma Escritura atribuye a Dios.
Esta actitud —aunque suele presentarse como humildad— puede convertirse en una renuncia disfrazada. No es la reverencia la que calla, sino el miedo. Porque cuando el pensamiento se silencia por imposición y no por adoración, la fe deja de ser comunión para volverse sumisión ciega.
¿Qué se esconde detrás de este “comodín”?
Usar la incomprensibilidad divina como argumento final equivale a decir:
“Como no sé responderte sin contradecir mi sistema doctrinal, me escudo en el misterio.”
Pero el misterio verdadero no anula la razón, sino que la trasciende sin negarla. Es luz sobreabundante, no sombra que oculta. El misterio que niega el pensamiento es oscuridad, no trascendencia.
Cuando este “comodín teológico” se vuelve hábito, impide el crecimiento del alma. Porque:
- Se deja de escuchar la conciencia interior.
- Se justifica lo injustificable “porque Dios lo dijo”.
- Se cierra toda posibilidad de diálogo con quienes buscan desde otras sendas.
La sabiduría antigua enseña lo contrario. El Dios vivo no se ofende por las preguntas sinceras, y no necesita defensores que aplaudan lo incomprensible. Él desea hijos que piensen con el Nous despierto, no esclavos que repitan sin entender.
“El que razona con Dios se acerca a su corazón.
El que teme pensar en Su Nombre, ya ha hecho de Él una sombra.”
— Glosa hermética, siglo V
La contradicción latente: ¿hablamos por Dios o lo dejamos hablar?
Una de las tensiones más graves y pocas veces confesadas en el discurso religioso dogmático es la siguiente:
Se afirma que Dios es incomprensible, pero al mismo tiempo se habla de Él como si fuera completamente comprensible.
Por un lado, se dice:
“No podemos entender a Dios. Su justicia no es la nuestra. Sus pensamientos son más altos que los nuestros.” (cf. Isaías 55:8-9)
Y, por otro lado, se declara con total certeza:
- “Dios condena a quienes no aceptan a Jesús.”
- “El que no cree irá al infierno.”
- “Esto es lo que Dios quiere y esto lo que Dios aborrece.”
Este doble discurso genera una autoridad inconsistente, donde el mismo que declara que “no podemos comprender a Dios”, se erige como su portavoz exclusivo.
¿No es eso una contradicción espiritual y lógica?
¿Quién puede hablar con certeza de Dios?
Si realmente creemos que los caminos de Dios nos sobrepasan, entonces deberíamos hablar con temblor, con discernimiento, y sobre todo con apertura.
No con fórmulas rígidas ni con condenas absolutas.
Pero si hablamos en Su Nombre como si lo conociéramos plenamente, entonces debemos estar dispuestos a razonar, a justificar, a responder con la lógica del amor y de la coherencia divina.
No se puede decir al mismo tiempo:
- “Esto es lo que Dios dice y debes aceptarlo sin discutir.”
- “Y si no lo entiendes, es que sus caminos son misteriosos.”
Eso no es reverencia: es control discursivo.
Y el control no es el lenguaje del Espíritu, sino del ego religioso que teme perder su estructura.
La Escritura no llama a la ceguera, sino a la comprensión
La misma Biblia llama al razonamiento espiritual, no a la repetición mecánica:
“Venid, y razonemos, dice el Señor…”
(Isaías 1:18)
“Sed sabios y entendidos… El que tiene oídos, oiga lo que el Espíritu dice…”
(Deuteronomio 4:6, Apocalipsis 2:7)
El Dios vivo habla al corazón, al nous, a la conciencia iluminada.
No necesita intérpretes que dicten desde púlpitos lo que Él puede susurrar en la noche del alma.
¿Entonces… quién juzga?
Jesús mismo, que según muchos literalistas es el juez final, dijo:
“No he venido a juzgar al mundo, sino a salvarlo.”
“El que me rechaza… tiene quien lo juzgue: la palabra que he hablado, esa lo juzgará en el último día.”
(Juan 12:47–48)
Esto revela algo esencial: el juicio no es una condena que brota del exterior, sino una luz que revela lo que somos. La Palabra el Logos es el espejo que deja al alma sin excusas, sin necesidad de una sentencia impuesta. Juzga, sí, pero desde dentro.
Hablar de Dios requiere humildad radical. No como un argumento para evitar el pensamiento, sino como reverencia para no usurpar Su lugar.
“El que habla de Dios como si lo poseyera, ya lo ha perdido.
El que calla para escuchar Su voz, ya ha comenzado a conocerlo.”
— Máxima monástica, tradición cristiano-hermética
Razón y fe: un matrimonio indisoluble
Muchos temen que razonar sobre Dios sea un acto de soberbia. Se repite que la fe debe “superar la razón”, que la lógica puede “enfriar” la devoción, o que cuestionar ciertos dogmas es “abrir puertas al error”. Pero este temor no nace del Espíritu, sino del hábito religioso de controlar.
En realidad, la verdadera fe no niega la razón: la consagra. La razón no disuelve el Misterio: lo contempla.
El Nous, el Intelecto superior, es una chispa divina. Negarlo es rechazar uno de los dones más altos que el Uno ha depositado en el alma humana.
“El Nous en nosotros es la imagen de Dios.
Cuando lo escuchamos, escuchamos a Dios. Cuando lo negamos, negamos su luz.”
— Corpus Hermeticum, Lib. XI
La Escritura honra la sabiduría
Desde los textos sapienciales del Tanaj hasta los Evangelios y las epístolas, la sabiduría sophia, hokhmah es exaltada como compañera de Dios y camino hacia Él.
- “Adquiere sabiduría, adquiere inteligencia… porque es árbol de vida a los que de ella echan mano.” (Proverbios 4:7; 3:18)
- “Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.” (Juan 8:32)
- “Transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál es la voluntad de Dios.” (Romanos 12:2)
Es decir, no se trata de rechazar la mente, sino de purificarla. De pasar de la razón lógica a la razón iluminada, transfigurada por el fuego del Nous.
La razón no es enemiga del Misterio, sino su umbral
El Misterio verdadero no necesita esconderse de la razón. Al contrario, la invita a entrar como Moisés en la zarza ardiente: no para comprenderlo todo, sino para arrodillarse con entendimiento.
Hay una diferencia esencial entre decir:
- “No puedo entenderlo porque es absurdo”
y - “No lo comprendo aún, pero su lógica superior me llama y me transforma.”
Esa es la postura del místico, del iniciado, del verdadero creyente.
Cuando la razón es demonizada, el dogma se convierte en dogmatismo. La fe, en fanatismo. Y el alma, en esclava de una imagen fija de Dios. Entonces, se puede justificar el infierno eterno, la exclusión del justo, la condena del inocente… todo en nombre de una lógica “superior” que nadie puede cuestionar.
Esto no es fidelidad al Misterio. Es pereza espiritual, cuando hay soberbia disfrazada de humildad.
La fe y la razón no son opuestas. Son las dos alas del alma que busca al Uno:
- La razón purificada asciende como pregunta,
- La fe contemplativa desciende como silencio.
Y entre ambas, el alma encuentra el camino de retorno.
“La razón que nace del amor es fuego puro.
La fe que no razona es ceniza ciega.
Pero cuando el Nous y el corazón caminan juntos, el Verbo se encarna.”
— Comentario anónimo, Qabalah hermética, s. XIV
Literalismo selectivo y doble vara
Uno de los fenómenos más frecuentes y más perjudiciales dentro de ciertos discursos religiosos es el uso del literalismo selectivo:
se proclama que la Escritura debe tomarse literalmente, pero solo cuando ello favorece una visión determinada.
Así, muchas comunidades o teólogos sostienen con rigidez:
- “El que no cree en Jesús será condenado” (cf. Marcos 16:16),
pero omiten otras afirmaciones literales como: - “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mateo 5:7),
o - “Dios quiere que todos los hombres se salven…” (1 Timoteo 2:4).
Se enfatiza una letra, y se ignoran otras.
Se defiende el castigo, y se minimiza la compasión.
Se universaliza la exclusión, y se relativiza la salvación.
Este mecanismo de interpretación desigual esta “doble vara” no nace del espíritu de verdad, sino del temor a perder control sobre el discurso teológico. Se convierte en una herramienta para mantener cerradas ciertas puertas y justificar la condenación de otros caminos.
Condenar la mística, aceptar la excepción
Un ejemplo claro de esta doble vara está en la forma en que algunos condenan prácticas espirituales como:
- La mística judía o sufí,
- La meditación contemplativa de otras tradiciones,
- La alquimia interior o la teúrgia orientada a la unión con Dios,
Simplemente por no tener la forma “cristiana” literal o por no mencionar el nombre de Jesús explícitamente. Y, sin embargo, esos mismos intérpretes apelan a un trato especial para Israel, argumentando que “Dios los guiará de alguna manera” o “volverán en los tiempos postreros”, aunque Israel también rechaza explícitamente a Jesús.
Entonces surge la incoherencia:
- Si los judíos pueden tener un trato especial pese a rechazar a Cristo,
- ¿por qué no los sufíes que aman a Dios con pureza?
- ¿por qué no los buscadores de otras sendas que viven con justicia y temor de Dios?
No se puede aplicar la literalidad para excluir a unos, y la excepción espiritual para salvar a otros, según la conveniencia doctrinal.
O se interpreta con apertura espiritual, o se asume el peso terrible de la letra sin vida.
“La letra mata, pero el espíritu vivifica.”
(2 Corintios 3:6)
El verdadero lector sagrado
El iniciado, el contemplativo, el hombre del Nous, no impone la letra.
Él sabe que la Escritura es símbolo, revelación y espejo, y que requiere ser leída con el alma purificada, no con los ojos del miedo ni con la lengua del juicio.
“El texto es como una lámpara cubierta de velos.
El que arranca los velos con violencia, se ciega.
El que los retira con amor y temblor, ve la llama.”
— Aforismo alquímico hermético
La autoridad espiritual no se demuestra citando versículos sueltos, sino viviendo en coherencia con la totalidad del Misterio.
Si decimos que Dios es justo, entonces nuestra lectura de la Escritura debe reflejar esa justicia.
Si proclamamos que Dios es amor, nuestra interpretación no puede convertirse en una sentencia de muerte para el otro.
La doble vara rompe la vara de la Sabiduría. Y donde no hay sabiduría, no puede hablar el Espíritu.
El juicio pertenece al Logos, no al predicador
En la arquitectura del cosmos espiritual, el juicio no es función del hombre, ni siquiera del sabio: es atributo del Logos.
El juicio no es condena. Es revelación.
No es un acto exterior. Es una luz que muestra lo que ya está.
No es el dedo que acusa. Es la Palabra que discierne los pensamientos del corazón.
Y, sin embargo, muchos predicadores desde púlpitos, redes y trincheras religiosas se arrogan ese juicio como si fueran el Logos mismo.
Declaran quién se salva, quién se pierde, quién entra y quién queda fuera.
Y al hacerlo, confunden el ministerio del Verbo con la ansiedad del control humano.
Jesús mismo no se arrogó el juicio
Una de las afirmaciones más radicales del Evangelio es la que pronuncia el mismo Cristo:
“Yo no vine para juzgar al mundo, sino para salvarlo.”
(Juan 12:47)
Y aún más:
“El que me rechaza y no recibe mis palabras, tiene quien le juzgue: la palabra que he hablado, esa le juzgará en el último día.”
(Juan 12:48)
Esto es asombroso.
El Logos encarnado no se constituye juez en el tiempo, sino que deja que el Logos eterno la Palabra misma revele en su momento lo que cada alma ha hecho de ella.
No es Él quien condena. Es la relación que cada alma ha establecido con la Verdad lo que la posiciona ante el juicio.
No es un Dios externo quien castiga,
sino el eco del Verbo dentro del alma que no quiso escucharlo.
El predicador como testigo, no como gendarme del Reino
El verdadero guía espiritual no se impone.
No sentencia. No etiqueta. No clasifica a las almas.
Su tarea es mostrar el espejo, encender la lámpara, y luego hacerse a un lado.
Quien se arroga el derecho de decir “tú estás salvo” o “tú estás condenado” está usurpando una función divina, porque se coloca por encima de la Palabra.
“¿Quién eres tú para juzgar al siervo ajeno? Para su Señor está en pie o cae; pero estará firme, porque poderoso es el Señor para sostenerlo.”
(Romanos 14:4)
En la tradición hermética, el juicio no es castigo, sino discernimiento.
El Nous ve. Y al ver, separa lo sutil de lo denso, lo puro de lo impuro, como el athanor alquímico que divide lo fijo de lo volátil.
Así también el Logos en el alma:
- No destruye, sino que ordena.
- No condena, sino que revela.
- No impone un veredicto externo, sino que deja que cada alma se manifieste en lo que es.
“El Logos no te juzga con palabras, sino con presencia.
Y ante su presencia, tú mismo te haces juicio.”
— Fragmento iniciático, tradición esenia-hermética
El juicio no es propiedad del predicador.
No le pertenece al pastor, ni al maestro, ni al sabio.
Pertenece al Logos eterno, que habita en el interior de cada ser, y que se activa cuando el alma se expone a la Verdad sin máscaras.
Todo aquel que habla en nombre de Dios sin temblor,
todo aquel que sentencia sin compasión,
ha dejado de escuchar al Logos y ha comenzado a escuchar solo su propia voz.
“Calla el que ama.
Juzga el que teme perder el control.
Pero el que ha visto al Logos, ya no necesita condenar, porque ha comprendido que la Verdad no se defiende: se encarna.”
El Dios que no teme la razón
A lo largo de este artículo, hemos recorrido una inquietud silenciosa que muchos sienten, pero pocos se atreven a nombrar:
la contradicción de hablar por Dios con certeza, mientras se niega la posibilidad de comprenderlo.
Hemos visto cómo:
- El argumento de la incomprensibilidad divina se usa para justificar juicios severos cuando no se pueden sostener con lógica espiritual.
- Se recurre al literalismo bíblico solo cuando conviene, ignorando otras dimensiones del texto sagrado.
- Se impide el cuestionamiento razonado en nombre de la “fe”, cuando en verdad el alma está llamada a razonar, a discernir, a ser transformada en su inteligencia sagrada.
- Y cómo, por último, el juicio le pertenece al Logos, no al predicador, y que cada alma será medida por su sintonía con la Verdad, no por su adscripción doctrinal.
Todo esto nos conduce a un principio más alto, que puede servir como faro para el buscador sincero:
Dios no teme a la razón.
Dios la ha sembrado en el alma como una lámpara.
Y cuando esa lámpara se enciende con fe, no apaga el Misterio: lo revela.
El Logos no busca esclavos que obedezcan sin pensar,
sino hijos que contemplen, razonen, ardan y escuchen.
El alma que teme pensar por no “ofender a Dios” aún no ha conocido al Dios vivo,
porque el Dios verdadero no se ofende cuando el corazón razona con reverencia,
sino cuando se repiten fórmulas vacías sin amor ni comprensión.
Este artículo no es una condena a quienes piensan diferente, sino una invitación al discernimiento profundo.
A quienes predican, les rogamos temblor.
A quienes buscan, les ofrecemos aliento.
A quienes dudan, les recordamos: dudar con el alma despierta es más sagrado que creer por inercia.
“El que habla de Dios sin amor, no habla en su Nombre.
El que ama la Verdad más que sus certezas, ya ha comenzado a oír Su Voz.”
“Hay quienes temen que pensar los aleje de Dios,
pero el que piensa con amor se une a su pensamiento.
Hay quienes callan para no dudar,
pero el que calla con reverencia escucha más allá de las palabras.
Y hay quienes juzgan en su Nombre,
pero el que ha visto al Logos deja que la Luz juzgue sola.”