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La Belleza Invisible y la Ciencia del Alma

Podría detenerme a analizar cada palabra de este texto, desmenuzar cada frase del Corpus Hermeticum para buscar su lógica interna o su simbolismo, pero no lo haré.
La verdad no se entrega como dogma: se revela según el alma que la contempla. Y aunque esa misma verdad cambia con los años no porque ella varíe, sino porque nosotros nos volvemos más aptos para verla, he preferido limitarme a compartir la esencia que este Tratado VIII me ha legado.

Infinitos son los caminos del alma, aunque todos conducen a una misma raíz.

A veces el cuerpo duele y la vida pesa.
Pero ¿cómo podríamos valorar la luz sin haber descendido antes a las sombras de nuestros propios lamentos?
Los días se nos ofrecen como una gama de matices: cálidos, fríos, vibrantes o grises. Todo depende de la pincelada interior que el alma esté dispuesta a dar.

¿Cómo explicarle a un ciego la belleza de una puesta de sol?
Así también es difícil describir al profano la comunión con el Todo. Quien no ha abierto su ojo interno, quien no ha descansado en la contemplación y el silencio del alma, no puede aún ver la verdad que está oculta a simple vista.

Desde los albores del pensamiento, el ser humano ha mirado hacia fuera: ha conquistado tierras, erigido imperios, destruido lo que no comprendía.
Pero solo aquellos que han construido su templo interior y caminado sobre terreno sagrado conocen la dicha de la verdadera divinidad.

Dios, el Eterno, el Inengendrado, ha sembrado en cada ser una chispa de Luz. Esa chispa puede brillar y continuar su danza en cada encarnación, o apagarse, sofocada por el peso de la carne y la materia.

El tratado VIII nos lo recuerda con fuerza:
nada se destruye, todo se transforma.
La muerte no es una pérdida, sino un cambio de forma. El alma no se extingue: retorna.
Incluso la materia, esa sustancia que parece destinada al desorden, está contenida en un orden mayor, asignado por el Creador mismo.
El mundo ha sido hecho inmortal, y nosotros como vivientes racionales participamos de esa inmortalidad, aunque lo olvidemos.

Hoy, la vida se presenta como un campo de batalla absurdo, un tablero de poderes ocultos donde el hombre es usado como un peón.
La mente racional, separada del alma, se ha vuelto esclava de ideas heredadas, de creencias muertas, de costumbres que lo alejan del ciclo vivo de la creación.

El tiempo, ese invento humano para medir lo que no comprende, solo contribuye a su desconexión con la eternidad.
Algún día el sol que nos alumbra se apagará. Pero hay millones de soles, guardianes de la Eternidad, que seguirán encendidos, aguardando al alma que se atreva a cruzar el umbral.

Los textos de la Alquimia, la Cábala y el Hermetismo no son un fin en sí mismos: son llaves. Llaves para ingresar al mundo interno, donde la belleza y el amor silencioso nos invitan a despojarnos de nuestras máscaras, como el polvo que el viajero sacude de sus zapatos antes de entrar al templo.

Si logramos encender la luz en la sombra de nuestras pasiones, si dejamos de identificarnos con el caos del mundo, comenzaremos a vislumbrar la belleza invisible de la unidad:
la conexión con los elementos, con los ciclos, con los que vinieron antes y nos guían con su luz sutil.

La creación es perfecta. Solo debemos limpiar el cristal empañado de creencias impuestas que nos impide verla.

Cuando nos anclamos en lo interior, dejamos de ser esclavos de lo exterior.
Como reza una máxima hermética:
“Nada es real. Tú lo haces real.”
Entonces, y solo entonces, lo invisible se vuelve evidente, lo oculto se muestra.

Pero para eso, es necesario soltar la importancia personal.
Sentirnos Uno con el Uno.
Con la mente elevada hacia lo eterno, y el corazón bien plantado en la tierra.

Nuestra verdadera misión no es huir del mundo, sino tender un puente entre el alma interior y la danza del mundo exterior.
Ser contemporáneos del futuro, pero herederos de los sabios del pasado.
Caminar entre los textos de antiguos magos, alquimistas y visionarios como quien pasea entre los pasillos de su propio templo interior.

“Yo Soy todo lo que Es, Ha Sido y Será”, decía la divinidad egipcia.
Sin principio ni fin, más allá del tiempo.
Más allá del cambio. Más allá de la ilusión de la muerte.

Incluso este tiempo nuestro, por más oscuro que parezca, es digno de respeto.
No es obra del hombre aislado, sino de la humanidad entera, y por tanto de la Naturaleza misma.
Si esta época es dura, más amor merece.
Que cada uno la empape con su luz,
hasta que se corran los velos de materia que ocultan todavía la brillantez de lo eterno.

-Rathenau-

1 comentario en «La Belleza Invisible y la Ciencia del Alma»

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