
El Corpus Hermeticum nos ofrece esta visión mediante un diálogo entre Hermes Trismegisto y uno de sus discípulos, en el cual se revela la estructura ontológica del cosmos y la relación íntima entre lo eterno y lo temporal. Este tratado, el segundo del corpus, se centra en la articulación entre la eternidad inmóvil del Uno y el tiempo mutable del mundo sensible. En él, se plantea que la Eternidad es la causa del Tiempo, del mismo modo en que el Motor Inmóvil es la causa del movimiento universal.
El diálogo inicia con una pregunta clave sobre el lugar y el movimiento: ¿cómo puede moverse algo si no hay un lugar donde moverse? Hermes responde que todo lo que se mueve requiere de un lugar, y que este lugar debe ser de naturaleza incorpórea, porque lo corpóreo no puede contener en sí mismo su propio movimiento sin entrar en contradicción. Así, el lugar, como receptáculo de lo móvil, pertenece a una realidad más sutil, anterior y más estable que el movimiento mismo. En el lenguaje hermético, lo incorpóreo no es lo opuesto a lo corpóreo de forma conflictiva, sino su sustento ontológico.
Este razonamiento lleva a una comprensión más profunda de la Eternidad. La Eternidad (aeon) es presentada como quietud absoluta, como una presencia que no deviene. No es mera duración infinita, sino duración perfecta, inmutable. Su quietud no es pasividad, sino la condición primaria que permite la armonía del devenir. En contraste, el Tiempo surge como una imagen móvil de la Eternidad, como lo que deviene en ciclos, ritmos y mutaciones. Esta relación es profundamente platónica, y el texto hace eco de la visión de Timeo en el diálogo homónimo de Platón, donde el tiempo nace con el cielo como una imitación de la eternidad.
Hermes señala que Dios, como causa primera, es anterior incluso a la Eternidad, porque es causa de todo. Por eso dice: “Dios no se ha vuelto, sino que es eternamente inmutable”, y de Él provienen todas las cosas: la Eternidad, el mundo, el tiempo y el devenir. Este orden descendente muestra una jerarquía ontológica: en la cima está Dios, luego la Eternidad, luego el mundo inteligible, luego el mundo sensible, y por último el tiempo. En esta estructura, el alma ocupa el meson, el lugar medio entre la incorporeidad eterna y la corporeidad mutable.
En este contexto aparece la noción del Alma como principio vital que permea el cosmos. El alma humana se erige como eje central donde convergen las fuerzas sensibles y las inteligibles. Su naturaleza dual le permite participar de lo eterno mediante la contemplación y de lo temporal mediante la acción. Esta posición intermedia la convierte en un microcosmos, imagen del Todo.
Hermes afirma que la Eternidad es inmutable y engendra al Tiempo, que es mutable. Esta generación no es temporal, sino causal: lo que es en sí mismo, genera lo que llega a ser. Lo eterno da origen al tiempo como expresión de su potencia. Por ello, el alma, cuando se vuelve hacia lo alto, hacia su fuente, participa de la Eternidad; pero cuando se vuelve hacia lo bajo, hacia el cuerpo y el devenir, se ata al Tiempo y a sus ciclos de nacimiento y muerte.
Este saber no es meramente especulativo. Tiene implicaciones existenciales profundas. Nos invita a discernir en nosotros mismos qué es lo que pertenece al tiempo lo que nace y muere, lo que cambia, lo que se corrompe y qué es lo que pertenece a la eternidad lo que permanece, lo que es, lo que brilla desde adentro con la luz del nous.
Desde una mirada más vivencial, puedo atestiguar que este saber no es mera teoría, sino praxis y visión. En mi recorrido interior he visto cómo el alma oscila entre estas dos dimensiones, y cómo la atención, cuando es recogida hacia el origen, aquieta el devenir y deja presentir la paz sin forma de la eternidad. He aprendido a discernir qué elementos me atan al ciclo de la generación y la corrupción, y cuáles me elevan hacia la región de lo inengendrado. Mediante la respiración consciente, el silencio interior y el recuerdo de sí, el alma se prepara para ese retorno. Y cuando vislumbra su origen, se sabe libre, aunque habite aún un cuerpo.
Esta enseñanza hermética nos muestra que el camino hacia la libertad no es un movimiento en el tiempo, sino un giro del alma hacia su fuente. Aprendemos así a vivir en el mundo sin pertenecer a él, a obrar en el tiempo desde la Eternidad, a encarnar la paradoja de ser a la vez movimiento y reposo, devenir y ser, imagen y arquetipo. Tal es el verdadero Arte Real no en el sentido alquímico medieval, sino como el arte de vivir desde el centro inmutable del ser, según el orden sagrado del Todo.
-Ra Kai-
Lo que entiendo que podemos trascender a otros planos ,se puede viajar pero estamos atados como el cordon de plata siempre regresamos y no podemos cambiar el día de nuestra muerte,
Hermosa danza a de ser la verdad…buen trabajo, gracias.