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Jhon y Hermiscles

Era un día que comenzaba a caer en la melancolía del atardecer. Las calles de la ciudad eran tranquilas, apenas perturbadas por el ocasional murmullo de pasos apresurados o el susurro distante del tráfico. Jhon, un hombre firme en sus convicciones materialistas, había aceptado una invitación peculiar: reunirse con un desconocido que insistía en discutir conceptos que él había descartado como irrelevantes para su visión del mundo.

El lugar del encuentro era un viejo café en el centro histórico, de esos que parecen anclados en otro tiempo. El aroma a café recién hecho se mezclaba con el leve eco de conversaciones ajenas que poblaban el ambiente. Jhon ocupó una mesa junto a una ventana, desde donde podía observar las luces de la ciudad encendiéndose, mientras reflexionaba sobre su próxima discusión.

Al poco tiempo, la figura de Hermiscles entró al café. Era un hombre de mediana edad, de porte sobrio pero elegante. Vestía un traje oscuro bien entallado, complementado por una corbata sencilla y un reloj de cadena que parecía tener más historia que valor. Su expresión era tranquila, y sus ojos reflejaban una profundidad que sugería una mente acostumbrada a explorar horizontes poco comunes.

Con pasos firmes, Hermiscles se acercó a la mesa de Jhon y, tras un breve gesto de cortesía, tomó asiento frente a él.

—Jhon, supongo—dijo Hermiscles con voz pausada, mientras dejaba un pequeño cuaderno sobre la mesa. El nombre escrito en su portada era apenas visible: “Reflexiones del límite”.

—El mismo—respondió Jhon, cruzando los brazos con una mezcla de curiosidad y escepticismo. A juzgar por la apariencia del hombre frente a él, el encuentro prometía ser interesante. No había túnicas extravagantes ni gestos teatrales; este no parecía el típico creyente fanático de lo sobrenatural. Pero aun así, Jhon estaba preparado para desmontar cualquier argumento que cuestionara su visión de la realidad.

Hermiscles sonrió levemente, no como alguien que busca convencer, sino como quien disfruta del diálogo. Entre ambos, la conversación comenzaría a fluir, como las primeras notas de una sinfonía que se extendía más allá de la comprensión humana.

Capítulo 2: Las primeras preguntas

Hermiscles tomó el cuaderno que había dejado sobre la mesa y lo abrió con movimientos deliberados, dejando que el eco de cada página resonara en el ambiente del café. Jhon, sentado frente a él, observaba cada gesto con una mezcla de desdén y curiosidad. ¿Qué tipo de hombre era este, que se presentaba con tal calma y seguridad, como si llevara las respuestas a enigmas que nadie le había planteado?

—Dime, Jhon—comenzó Hermiscles—¿Qué es lo que consideras como “real”?

Jhon no tardó en responder; su mente entrenada para el debate estaba siempre alerta. —Lo que puede tocarse, medirse, cuantificarse. Lo que sigue las leyes de la física y la química. Eso es lo real. Todo lo demás son fantasías, construcciones del pensamiento humano.

Hermiscles asintió, como quien escucha una teoría que ya conoce pero que desea explorar con mayor profundidad. Sin levantar la voz, formuló una segunda pregunta: —Entonces, ¿dirías que tus pensamientos y emociones no son reales, dado que no puedes tocarlos ni medirlos como un objeto físico?

La pregunta hizo que Jhon frunciera el ceño. —Por supuesto que son reales, pero porque surgen de procesos físicos en el cerebro. No hay magia en ello, solo biología y electroquímica.

El mago dejó que el silencio acompañara la respuesta, como si esperara que las palabras cobraran vida y revelaran algo más. Luego miró a su interlocutor directamente a los ojos y dijo: —Es interesante. Y, sin embargo, hay cosas que desafían lo medible, lo observable. La vida misma, por ejemplo: un fenómeno que va más allá de las reacciones químicas. ¿Qué te hace humano, Jhon? ¿Es solo tu estructura biológica, o hay algo más?

La pregunta quedó suspendida en el aire, como el aroma del café que aún llenaba el lugar. Jhon no respondió de inmediato. Estaba acostumbrado a ganar discusiones con rapidez, pero este mago no parecía inclinado a imponer sus ideas. En lugar de ello, Hermiscles le planteaba interrogantes que ponían en tela de juicio la firmeza de su filosofía.

Por primera vez en mucho tiempo, Jhon sintió algo extraño: no una amenaza, ni un deseo de abandonar el debate, sino una leve incomodidad que le hacía replantearse la certeza de sus propias creencias.

Capítulo 3: Entre lo tangible y lo intangible

La conversación entre Hermiscles y Jhon avanzaba lentamente, como un río que discurre entre rocas, encontrando su cauce con paciencia. Jhon, siempre rápido para atacar con argumentos racionales, no perdía tiempo en cuestionar lo que consideraba ideas abstractas del mago.

—Hablaste de la vida como algo que va más allá de las reacciones químicas —dijo Jhon, inclinándose hacia adelante con gesto desafiante—. Pero la vida no es más que eso: un conjunto de procesos biológicos que emergen de la interacción entre moléculas. Nada mágico, nada trascendental.

Hermiscles tomó un sorbo de su café, dejando que el calor de la taza se mezclara con sus pensamientos. —Es cierto que la biología explica el “cómo”, Jhon, pero ¿acaso no te preguntas nunca por el “por qué”?

Jhon soltó una risa breve, casi sarcástica. —El “por qué” no tiene relevancia. Los fenómenos simplemente ocurren. No hay propósito en el universo; creer lo contrario es caer en ilusiones.

El mago mantuvo su calma habitual, como si la intensidad de Jhon no tuviera el poder de perturbarlo. Con un gesto tranquilo, señaló hacia la ventana del café, donde las luces de la ciudad comenzaban a brillar con fuerza contra la penumbra.

—Mira esas luces, Jhon. Cada una tiene un origen, una fuente de energía, un propósito. El hecho de que iluminen no es mera casualidad; es el resultado de una intención humana. Ahora dime, ¿por qué crees que en el vasto universo no podría existir un propósito superior, aunque esté más allá de nuestra comprensión inmediata?

El filósofo se quedó en silencio por un instante, no por falta de respuesta, sino porque comenzaba a notar un patrón en la forma en que Hermiscles conducía el diálogo. No imponía, no proclamaba certezas absolutas; en su lugar, planteaba preguntas que obligaban a mirar más allá de lo evidente.

—¿Y tú? —preguntó finalmente Jhon, desviando la conversación—. Si tan convencido estás de que hay algo más, ¿cómo puedes probarlo? ¿Tienes pruebas, o solo te aferras a ideas cómodas porque temes al vacío?

Hermiscles sonrió de nuevo, pero esta vez su expresión adquirió un matiz de seriedad. —No temo al vacío, Jhon. Lo he observado, lo he enfrentado. Y en el vacío, he encontrado lo que muchos no ven: la posibilidad.

Las palabras de Hermiscles resonaron en la mente de Jhon más tiempo del que hubiera admitido. Mientras la conversación continuaba, comenzó a sentir que no estaba debatiendo para ganar, sino para entender. Algo en la serenidad del mago lo inquietaba y lo atraía a partes iguales.

Capítulo 4: Ecos de la incertidumbre

El sonido de las tazas y platos del café formaba un telón de fondo casi imperceptible, dejando que las palabras entre Hermiscles y Jhon ocuparan el centro del escenario. Habían intercambiado argumentos durante varios minutos, y aunque Jhon mantenía su postura firme, había algo en su mirada que sugería que las palabras del mago habían comenzado a dejar pequeñas grietas en sus certezas.

—Hablas de posibilidad —dijo Jhon, apoyándose en la mesa—, pero la posibilidad no es más que una ilusión. Los hechos son lo único que cuenta. ¿Qué sentido tiene aferrarse a ideas que no pueden probarse?

Hermiscles, con una tranquilidad casi desarmante, hizo un gesto como si pesara las palabras en el aire. —No estoy aquí para convencerte, Jhon, ni para probarte nada. Mi intención no es imponerte una verdad, sino invitarte a mirar más allá de las fronteras que tú mismo has trazado.

Jhon apretó los labios, sintiéndose ligeramente irritado. —Las fronteras están ahí por una razón. Nos protegen del caos. Sin límites, sin hechos comprobables, no hay forma de distinguir lo real de lo imaginario.

El mago asintió levemente, pero sus ojos parecían mirar más allá de las palabras, como si entendiera algo que Jhon aún no podía ver. —Las fronteras, como tú dices, también son constructos. No siempre están ahí para protegernos; a veces, nos encierran.

El silencio se asentó entre ellos como una tercera presencia en la mesa. Jhon sintió el impulso de contraatacar, pero algo lo detuvo. Quizás fue la serenidad de Hermiscles, o tal vez fue la forma en que el mago parecía más interesado en escuchar que en convencer.

Finalmente, Hermiscles rompió el silencio. —Dime, Jhon, ¿alguna vez has sentido que hay algo que trasciende la lógica? No me refiero a misticismos, sino a esos momentos en los que la realidad parece abrir una puerta a algo más. Una intuición, un instante de claridad que no puedes explicar con palabras.

Jhon negó con la cabeza, aunque su mente recordaba una experiencia lejana, casi olvidada, que no estaba dispuesto a mencionar. —No. No creo en ese tipo de cosas. Todo tiene una explicación lógica, aunque a veces no la conozcamos de inmediato.

Hermiscles no insistió, pero su expresión revelaba un interés genuino. —Tal vez. O tal vez hay cosas que no necesitan ser explicadas, sino vividas.

Por primera vez en años, Jhon se sintió incómodo en una conversación. No porque no tuviera respuestas, sino porque las preguntas parecían apuntar a un espacio dentro de él que había preferido ignorar.

Capítulo 5: Argumentos cruzados

El café comenzaba a llenarse de nuevos clientes, y el murmullo del ambiente adquiría una calidez que contrastaba con la intensidad del diálogo en la mesa junto a la ventana. Hermiscles, con la mirada serena y la postura relajada, parecía disfrutar de cada intercambio con Jhon, quien ahora se inclinaba hacia adelante, como si intentara encontrar un punto débil en las palabras del mago.

—Todo lo que dices está lleno de ambigüedades —dijo Jhon, agitando ligeramente su taza de café mientras gesticulaba—. ¿Por qué insistes en plantear preguntas sin ofrecer respuestas claras? Si realmente crees en algo más allá de la materia, deberías ser capaz de demostrarlo.

Hermiscles sonrió levemente y se acomodó en su silla. —Las respuestas claras suelen ser producto de perspectivas limitadas, Jhon. No siempre buscamos respuestas para convencer; a veces, las preguntas son lo único que necesitamos para expandir nuestra comprensión.

Jhon levantó una ceja, claramente insatisfecho con la respuesta. —Eso suena a evasión. Pero está bien, déjame ponerlo más simple. Si dices que existe algo más allá de la materia, ¿qué lugar ocupa ese “algo” en un universo gobernado por leyes físicas?

El mago sostuvo su taza de café, observando el vapor que ascendía como si fuera un puente entre lo tangible y lo intangible. Luego respondió con calma: —El universo físico es como un mapa, Jhon. Nos muestra los caminos, los límites, las montañas y los valles. Pero lo que guía al viajero no es el mapa, sino el propósito de su viaje. Ese propósito no puede medirse; es un acto de voluntad, de conciencia.

La metáfora dejó a Jhon en silencio por un instante, aunque la resistencia en su mente no se quebró. —La conciencia, como tú la llamas, no es más que un producto del cerebro. Sin cerebro, no hay pensamiento, no hay propósito, no hay magia.

Hermiscles inclinó la cabeza, casi como quien acepta un desafío. —Es interesante cómo defines la conciencia como un producto limitado. Pero dime, ¿alguna vez has considerado que la mente humana podría ser algo más que el resultado de procesos físicos? Que podría ser un espejo de algo mayor.

Jhon iba a responder, pero las palabras se quedaron atrapadas en su garganta. Hermiscles no hablaba con dogmas ni con afirmaciones absolutas. Su tono era como el de un guía que señala un paisaje para que el viajero lo observe y saque sus propias conclusiones. Y eso, curiosamente, desarmaba los argumentos de Jhon más que cualquier debate.

El filósofo se reclinó en su silla, sintiendo que, por primera vez, la conversación no se trataba de ganar o perder, sino de explorar lo que había más allá de la lógica.

Capítulo 6: La raíz de las convicciones

La conversación continuó, pausada pero cargada de significado, mientras Hermiscles y Jhon se adentraban en temas cada vez más profundos. El café ya estaba lleno de clientes, pero la mesa que compartían ambos hombres parecía formar un pequeño oasis, aislado del bullicio a su alrededor.

—Dime, Hermiscles —comenzó Jhon, su tono más tranquilo ahora, pero aún cargado de escepticismo—, ¿en qué momento decidiste creer en todas estas ideas? ¿Qué te llevó a aceptar lo que no puede ser probado?

El mago dejó su taza sobre la mesa con cuidado y cruzó las manos frente a él, reflexionando antes de responder. —No fue un momento, Jhon. Fue un proceso, como un río que moldea las rocas a lo largo del tiempo. Mi camino no fue diferente al tuyo: cuestioné, dudé, desafié lo que veía y sentía. Pero hubo algo que nunca pude ignorar.

Jhon lo observó, curioso pese a sí mismo. —¿Y qué fue eso?

Hermiscles inclinó ligeramente la cabeza, su mirada fija en la de Jhon, como si estuviera intentando transmitir algo más allá de las palabras. —La experiencia directa. Hay cosas que no pueden entenderse completamente con la mente, pero que se sienten con una certeza que trasciende toda explicación lógica. Esas experiencias abrieron puertas que no sabía que existían.

Jhon tomó un sorbo de su café, procesando lo que acababa de escuchar. —Eso suena a una especie de intuición, o peor, a una trampa emocional. ¿Cómo puedes confiar en algo tan subjetivo?

El mago sonrió, aunque no con condescendencia, sino con comprensión. —Esa es una observación válida, Jhon. Pero dime, ¿acaso todo lo que valoras no está, en algún nivel, relacionado con algo subjetivo? Tu amor por el conocimiento, tus convicciones, incluso tus relaciones humanas. Todo surge de algo que no es completamente objetivo, pero que, de alguna manera, te impulsa a seguir adelante.

El filósofo se quedó callado un momento, y por primera vez, Hermiscles vio un destello de algo diferente en sus ojos: una duda, pequeña pero significativa. —Tal vez tengas razón en eso —admitió Jhon lentamente—, pero eso no significa que tu magia, o tus ideas, sean reales.

Hermiscles asintió, como si la resistencia de Jhon no lo sorprendiera. —No pretendo que creas, Jhon. Solo quiero que consideres la posibilidad. A veces, abrir una grieta en nuestra certidumbre puede permitir que entre la luz.

Las palabras quedaron suspendidas entre ellos, y Jhon, por más que intentaba aferrarse a su lógica habitual, no podía ignorar la sensación de que algo había comenzado a cambiar dentro de él.

Capítulo 7: El espejo del escepticismo

El atardecer, visible desde la ventana del café, daba paso a las primeras sombras de la noche. Las luces de la ciudad brillaban tenuemente, reflejándose en los cristales como estrellas atrapadas en un universo más pequeño. Hermiscles y Jhon permanecían en la misma mesa, como si el tiempo mismo se hubiera detenido para permitirles continuar con su intercambio.

—Quiero que me expliques algo, Hermiscles —dijo Jhon, rompiendo el silencio que había perdurado durante un par de minutos—. Si afirmas que hay algo más allá de la materia, algo que no podemos percibir directamente, ¿cómo puedes estar seguro de que no es una proyección de tu propia mente, un espejismo creado por el deseo de encontrar un significado?

Hermiscles giró la taza de café entre sus manos, como si meditara cada palabra antes de pronunciarla. —Es una pregunta válida, Jhon, y no te culpo por plantearla. Sin embargo, no todo lo que percibimos es una proyección de nuestra mente. A veces, lo externo nos confronta de maneras inesperadas, revelándonos algo que no podríamos haber imaginado por nosotros mismos.

Jhon apoyó los codos sobre la mesa, claramente interesado en desmontar esta respuesta. —Entonces, según tú, hay experiencias que vienen de fuera, pero ¿cómo sabes que no están condicionadas por tus propios prejuicios o deseos? Al final, todo lo que percibes pasa por el filtro de tu mente.

Hermiscles asintió lentamente. —Es cierto, nuestras percepciones están teñidas por lo que somos. Pero esa no es toda la historia. Hay momentos en que algo rompe ese filtro, algo tan distinto a nosotros mismos que no puede ser atribuido solo a nuestras proyecciones. ¿Nunca has sentido, aunque sea por un instante, que algo más allá de ti mismo tocaba tu vida?

Jhon mantuvo la mirada fija en Hermiscles, como si quisiera descifrar el significado oculto detrás de sus palabras. Había algo frustrante y a la vez intrigante en la manera en que el mago hablaba, planteando preguntas más que ofreciendo respuestas definitivas.

—No, nunca lo he sentido —dijo finalmente Jhon, aunque había una leve vacilación en su tono, como si la afirmación no fuera tan firme como aparentaba.

Hermiscles sonrió con esa mezcla de comprensión y paciencia que parecía caracterizarlo. —Tal vez no lo has reconocido todavía. A veces, lo que está más cerca de nosotros es lo más difícil de ver.

El café había comenzado a vaciarse, y las luces del lugar se atenuaban lentamente, anunciando el fin de la jornada. Pero entre Jhon y Hermiscles, la conversación apenas comenzaba a rascar la superficie de algo mucho más profundo.

Capítulo 8: La noche que susurra verdades

El reloj del café, un viejo artefacto con manecillas que avanzaban con un ligero chirrido, marcaba el paso de las horas. La noche había caído por completo, y las luces cálidas del interior del café proyectaban sombras alargadas sobre las paredes y mesas. Jhon se encontró mirando ese reloj, como si quisiera calcular cuánto tiempo había estado hablando con Hermiscles, pero no podía precisarlo. Parecía que las conversaciones con el mago alteraban su percepción del tiempo.

Hermiscles, por su parte, observaba a Jhon con una mezcla de paciencia y una atención casi imperceptible, como si estuviera sintonizado con algo más allá de lo visible. En un momento de pausa, el mago miró por la ventana, donde la tenue luz de la luna se reflejaba en los charcos de la acera. Era como si cada detalle del entorno contuviera un significado que solo él podía interpretar.

—¿Siempre eres tan sereno? —preguntó Jhon, rompiendo el silencio con un tono que combinaba curiosidad y frustración. Estaba acostumbrado a las discusiones agitadas, donde las emociones se filtraban en las palabras, pero Hermiscles mantenía una calma imperturbable.

El mago giró lentamente la cabeza hacia Jhon, con una leve sonrisa que parecía abarcar tanto la simpleza de la pregunta como su profundidad oculta. —La serenidad no es un estado natural, Jhon. Es un hábito que se cultiva con el tiempo, como cualquier otro.

Jhon soltó una breve risa, aunque no había burla en ella, sino una especie de aceptación resignada. —¿Y cómo se cultiva eso? No pareces el tipo de persona que se deje afectar por el tiempo o las circunstancias.

Hermiscles tomó un sorbo de su café, que aún humeaba levemente. —El tiempo afecta a todos, Jhon. Pero la clave no está en resistirse a él, sino en comprenderlo. Cada instante tiene su propia lección, y aprender de él es lo que nos permite seguir adelante.

Jhon lo observó con atención, sin saber exactamente por qué esas palabras lo habían tocado de forma particular. Miró nuevamente el reloj, que marcaba las diez y media, y pensó en lo rápido que habían pasado las horas. Había llegado al café con la intención de refutar las ideas de Hermiscles, pero ahora se daba cuenta de que la conversación lo estaba llevando en una dirección inesperada.

—Entonces, ¿crees que el tiempo es algo más que una medida? —preguntó Jhon, intentando recuperar su tono analítico.

Hermiscles dejó la taza sobre la mesa, con un movimiento lento que parecía sincronizarse con el ritmo del lugar. —El tiempo es un maestro, Jhon. Nos habla de cambio, de ciclos, de posibilidades. No es solo un instrumento para medir; es un recordatorio de que todo lo que existe está en movimiento, incluso nuestras ideas.

Las palabras de Hermiscles resonaron en la mente de Jhon mientras observaba cómo las sombras en el café se alargaban y acortaban al ritmo de las luces cambiantes. Por primera vez en mucho tiempo, sintió que el tiempo no era un enemigo, sino una presencia que lo acompañaba, invitándolo a mirar más allá de las certezas que había defendido con tanta vehemencia.

Capítulo 9: En el filo de lo eterno

El café había cambiado, aunque de forma sutil, casi imperceptible. Las luces que iluminaban el lugar parecían vibrar con una intensidad suave, como si respiraran, y el aroma a café se volvía más pronunciado, casi envolvente. Jhon no había reparado en estos detalles al principio; su atención estaba enfocada en las palabras de Hermiscles, en los argumentos que chocaban contra su racionalidad. Pero ahora, una leve inquietud comenzaba a asomar en su mente.

Las tazas de café ya estaban vacías. Hermiscles las había movido hacia un extremo de la mesa, reemplazándolas con un par de nuevas tazas que, aparentemente, habían sido servidas sin que ninguno de ellos se diera cuenta. Jhon miró la nueva taza frente a él y frunció el ceño. Había perdido la noción de cuánto tiempo llevaba conversando con el mago, y algo en la atmósfera del café le hacía sentir que el tiempo no se movía con normalidad.

—¿No deberíamos irnos? —preguntó Jhon, con una mezcla de curiosidad y desconfianza. Miró hacia la puerta del café, donde la oscuridad de la noche se extendía como un manto interminable. Era extraño; no sentía cansancio ni la necesidad de regresar a su rutina habitual. Era como si el mundo exterior hubiera quedado suspendido, irrelevante.

Hermiscles tomó la nueva taza con calma y dio un pequeño sorbo, observando a Jhon con una leve sonrisa. —¿Tienes prisa, Jhon? El tiempo es solo una medida, un constructo. Aquí, entre nuestras palabras, parece no tener la misma importancia que fuera.

Jhon negó con la cabeza, aunque no estaba seguro de cómo responder. Miró al reloj del café, y su puntero parecía avanzar de forma regular, pero cada minuto que pasaba se sentía como un instante infinito. Era una sensación extraña, perturbadora y cautivadora al mismo tiempo.

El lugar estaba vacío, salvo por ellos dos. No había empleados visibles, ni clientes que se levantaran para marcharse. Las luces del café permanecían encendidas, como si estuvieran diseñadas para acompañar esta conversación indefinida. Jhon se preguntó si el café realmente estaría abierto las 24 horas, pero la lógica de la situación empezaba a desvanecerse en su mente.

—Es curioso —dijo Jhon, rompiendo el silencio—. No siento sueño, ni necesidad de volver a casa, ni siquiera hambre. Es como si este lugar existiera aparte del resto del mundo.

Hermiscles inclinó la cabeza, como si estuviera de acuerdo con la observación. —Eso es porque, en este momento, estamos en un espacio que trasciende las urgencias de lo cotidiano. Cuando la mente se libera de sus preocupaciones habituales, el entorno se adapta.

Jhon quería responder con algo racional, pero la sensación de infinitud que llenaba el lugar lo hacía dudar. Se encontraba atrapado, no por obligación, sino por una especie de magnetismo en las palabras de Hermiscles, en la atmósfera del café, en el tiempo que parecía no avanzar, pero tampoco detenerse por completo.

Las nuevas tazas de café, aún humeantes, permanecían casi intactas mientras los dos hombres continuaban su conversación. Jhon sintió que podía seguir allí toda la noche, pero una parte de él se preguntaba si tendría oportunidad de volver otro día, si la conversación se interrumpiría y podría retomarse.

—¿Qué pasará si decido irme? —preguntó finalmente Jhon, como quien pone a prueba los límites de una realidad incierta.

Hermiscles mantuvo su calma habitual. —Eso depende de ti. Pero te aseguro que este diálogo continuará, aquí o en otro lugar, porque lo que estamos explorando no tiene un principio ni un final claro. Es parte de algo mucho más amplio.

El café, con su ambiente de infinitud, parecía afirmar las palabras del mago. Y Jhon, aunque no lo admitiera, empezaba a sentir que su percepción de la realidad se transformaba en formas que aún no podía comprender.

Capítulo 10: La elección del retorno

El café parecía recuperar su normalidad de forma súbita. El murmullo del tráfico volvía a hacerse evidente a través de la ventana, y el eco lejano de una conversación cercana rompía el silencio momentáneo. Jhon miró alrededor, perplejo. Las luces del lugar ya no parecían vibrar, y los empleados del café estaban en movimiento, limpiando mesas y sirviendo a otros clientes con una rutina casi automática.

Era como si aquella sensación de infinitud y misterio hubiera sido solo un efecto pasajero de su mente, una ilusión creada por el peculiar intercambio que tenía con Hermiscles. La taza frente a él seguía caliente, pero la escena había tomado un tinte más mundano, disipando cualquier percepción de que el espacio era especial.

Jhon suspiró, intentando recuperar su lógica habitual. Miró nuevamente el reloj del café; marcaba las once y media de la noche. Demasiado tarde para permanecer en este lugar, según su juicio, aunque no sentía cansancio ni urgencia por retirarse. Algo en la conversación con Hermiscles lo mantenía anclado, como si abandonar el diálogo significara perder una oportunidad única.

—Es tarde —comentó Jhon finalmente, sin intención de iniciar un argumento, sino más bien como un pensamiento en voz alta. —Debería irme. No es común que me quede fuera de casa hasta estas horas.

Hermiscles, quien había estado observando a Jhon con una mirada que parecía atravesar capas de su pensamiento, simplemente asintió. —Puedes irte si así lo deseas, Jhon. Pero si lo prefieres, podemos continuar nuestra charla en otro momento. Nada en esta conversación tiene prisa, porque lo importante no es cuándo ocurre, sino qué significa.

Las palabras del mago resonaron en la mente de Jhon, y por un instante, sintió una contradicción interna. Una parte de él quería irse, volver a su rutina y a sus certezas. Otra parte, más profunda y menos definida, deseaba quedarse, seguir explorando las ideas que Hermiscles le ofrecía como un espejo para sus propias convicciones.

Después de una pausa, Jhon se levantó lentamente de la mesa. —Creo que continuaré esta charla contigo otro día. Por extraño que parezca, tengo la sensación de que siempre podré encontrarte aquí, en este lugar.

Hermiscles sonrió, con esa calma que parecía ser su estado natural. —Así será, Jhon. Este lugar, como nuestras palabras, existe en función de lo que necesitas descubrir. Cuando estés listo para seguir, aquí estaré.

Jhon dejó algunas monedas en la mesa para pagar el café y caminó hacia la puerta. Al salir, sintió el aire fresco de la noche y se dio cuenta de que, aunque había decidido irse, algo dentro de él había cambiado. Sus pasos hacia casa eran firmes, pero en su mente comenzaban a formarse preguntas que antes ni siquiera se hubiera permitido considerar.

Desde la ventana, Hermiscles observaba la silueta de Jhon alejándose, con una expresión que no denotaba victoria ni pérdida, sino simplemente comprensión. Sabía que el regreso de Jhon era inevitable, porque una vez que una mente comienza a cuestionarse, no puede evitar buscar respuestas.

Capítulo 11: El reflejo de lo desconocido

Cuando Jhon llegó a su casa, algo se sintió ligeramente fuera de lugar. Abrió la puerta y el familiar chirrido de las bisagras resonó como siempre, pero el aire dentro del apartamento parecía más frío de lo habitual, como si una presencia invisible lo estuviera esperando. Jhon encendió las luces y observó el entorno. Todo estaba en su sitio: el sofá con su cubierta desgastada, el estante de libros repleto, y el reloj de pared que marcaba las doce en punto con un tic-tac insistente.

Aun así, había algo diferente. Un silencio opaco llenaba el espacio, un tipo de silencio que hacía que incluso los sonidos pequeños parecieran demasiado fuertes. Jhon dejó caer su maletín junto a la entrada y pasó una mano por su cabello, tratando de sacudirse la incomodidad. “Es solo el cansancio”, pensó, aunque en realidad no se sentía cansado. Era más bien como si su cuerpo funcionara de manera automática, pero su mente no lograra alcanzar el descanso.

Se dirigió al dormitorio y se tendió en la cama, apagando la luz con un movimiento rápido. Sin embargo, no podía dormir. Cada vez que cerraba los ojos, imágenes fugaces y dispersas cruzaban por su mente: el café, la mirada tranquila de Hermiscles, y las preguntas que aún quedaban sin respuesta. El tiempo parecía estirarse, y las horas transcurrieron sin que Jhon lograra encontrar una posición cómoda. Cuando finalmente el amanecer comenzó a filtrarse por las persianas, se levantó sintiéndose como si no hubiera dormido en absoluto.

La ducha y el desayuno, rituales diarios que solían reconectarlo con su rutina, le parecieron inusualmente mecánicos. Como si cada movimiento careciera de propósito. Jhon salió de su apartamento y se dirigió al trabajo, caminando por calles que conocía de memoria, aunque parecían más silenciosas de lo normal. Los colores de la ciudad eran los mismos, pero le resultaban apagados, como si una capa de niebla cubriera todo.

Al llegar a su oficina, la inquietud se intensificó. Saludó al recepcionista, pero este no era el mismo que había visto día tras día durante años. Jhon frunció el ceño y se dirigió a su escritorio. Allí, encontró a varios compañeros trabajando, pero sus caras no le resultaban familiares. “Quizás son nuevos empleados”, pensó, intentando racionalizarlo. Sin embargo, algo no encajaba. Había algo en sus miradas, en sus gestos, que lo hacía sentir como un extraño en su propio lugar de trabajo.

Durante el transcurso de la jornada, Jhon intentó concentrarse, pero las palabras en los documentos frente a él parecían carecer de sentido. Era como si su mente estuviera atrapada en un eco persistente: la conversación con Hermiscles, las preguntas que quedaron en el aire, las ideas que comenzaban a plantar dudas en sus certezas. ¿Por qué no podía dejarlas ir?

Al terminar el día, Jhon salió de la oficina con una sensación de alivio y confusión simultánea. La rutina que siempre le había ofrecido un ancla ahora se sentía desdibujada, como si hubiera perdido su estabilidad. Mientras caminaba de regreso a casa, pasó por el café donde había conocido a Hermiscles. Se detuvo un momento frente a la puerta, observando las luces cálidas en el interior. No tenía la intención de entrar; no sentía ninguna urgencia de reanudar la conversación. Pero una parte de él, una parte que no podía ignorar, lo llamaba a hacerlo.

“Otro día”, murmuró para sí mismo, girándose para continuar su camino. Sin embargo, mientras se alejaba, no podía evitar la sensación de que algo lo había seguido, como si la conversación no terminada con Hermiscles se convirtiera en una sombra que persistía, esperando el momento adecuado para reclamar su atención.

Capítulo 12: El llamado del desconcierto

Jhon se despertó sobresaltado, su respiración agitada y su cuerpo cubierto de sudor frío. Había soñado—no, sentido—algo que lo desconcertaba profundamente. La sensación persistía incluso después de abrir los ojos: era como si hubiera estado en un lugar que no reconocía, un espacio oscuro y vasto, donde sus pasos no hacían eco y su propia voz parecía ajena. Al intentar recordar el sueño, las imágenes se disipaban como niebla, dejando solo el inquietante peso de la experiencia.

Decidió calmarse. Tal vez era un simple reflejo de las inquietudes que había experimentado desde su conversación con Hermiscles. Sin embargo, la realidad no ofrecía consuelo. Mientras recorría su apartamento, notó algo extraño: un cuadro en la pared había cambiado de posición, ligeramente inclinado, aunque nadie más podía haberlo movido. Y en la cocina, el reloj marcaba una hora que no correspondía al tiempo actual. Cada detalle parecía torcerse, como si el orden familiar estuviera desmoronándose.

Jhon intentó ignorar estos detalles y se preparó para salir. Pero antes de cruzar la puerta, el sonido de un teléfono fijo —un aparato que él no recordaba haber tenido— resonó en su sala. El sonido era apagado, como proveniente de otra dimensión. Jhon se giró rápidamente y buscó el origen de la llamada, pero el teléfono desapareció antes de que pudiera alcanzarlo. Sus manos se quedaron suspendidas en el aire, temblorosas. “Esto tiene que ser una broma”, murmuró, aunque no sabía quién podría ser capaz de orquestar tal confusión.

Cuando finalmente salió al mundo exterior, la sensación no mejoró. Las calles que conocía parecían extrañamente vacías, como si la vida cotidiana hubiera pausado sin su consentimiento. Al llegar a su oficina, descubrió algo aún más desconcertante: los compañeros que habían cambiado el día anterior ya no estaban allí. En su lugar, las oficinas estaban desiertas. El silencio era absoluto, incluso el reloj de pared parecía haber detenido su avance. Algo estaba terriblemente mal.

El peso de estas experiencias lo empujó a tomar una decisión. Debía confrontar a Hermiscles. Había llegado a creer que el mago estaba detrás de todo esto, utilizando algún tipo de truco o ilusión para desestabilizarlo. “¿Es esto parte de su intento de convencerme de que existe la magia?” pensó, mientras se dirigía al café, con pasos rápidos y una mezcla de ira y desconcierto.

El lugar parecía igual que siempre: acogedor, iluminado con calidez, y lleno de esa atmósfera peculiar que lo había envuelto durante su primera visita. Hermiscles estaba sentado en la misma mesa, con la misma calma imperturbable, como si estuviera esperando a Jhon desde el momento en que se había ido.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Jhon al entrar, sin siquiera tomar asiento—. Desde que hablé contigo, mi vida se ha llenado de cosas inexplicables. ¿Qué clase de broma es esta? ¿Crees que puedes hacerme dudar de mi realidad con trucos baratos?

Hermiscles levantó la vista, observando a Jhon con esa mezcla de interés y serenidad que parecía caracterizarlo. Dejó su taza de café sobre la mesa, y su voz fue tan tranquila como siempre. —No es una broma, Jhon. Lo que estás experimentando no proviene de mí, sino de ti. A veces, nuestras convicciones se tambalean cuando algo dentro de nosotros empieza a despertar.

Jhon lo miró con incredulidad, su cuerpo todavía tenso por la frustración. —No digas tonterías. Esto no tiene sentido. Todo lo que me rodea está fuera de lugar, y tú eres el único responsable. Sea lo que sea que estás haciendo, detente.

Hermiscles hizo un gesto con la mano, como indicando que Jhon se sentara. —Tómalo como un consejo: enfrentarte a mí no te llevará a las respuestas que buscas. Siéntate y hablemos. Quizás encuentres algo que no esperas.

A pesar de su irritación, Jhon sintió una fuerza inexplicable que lo empujó a obedecer. Se sentó frente a Hermiscles, y mientras su corazón latía con intensidad, sus pensamientos comenzaron a calmarse. El mago lo observó con paciencia, y la conversación, una vez más, estaba a punto de reanudarse.

Capítulo 13: Ecos en la penumbra

Jhon se sentó frente a Hermiscles con los brazos cruzados, su mente aún buscando una lógica que explicara los eventos recientes. Por fuera, mantenía su semblante desafiante, pero por dentro, no podía negar que algo en la presencia del mago lo desconcertaba, como si este hombre hubiera previsto cada paso que daba desde su partida del café.

—Estoy aquí porque no soporto esta sensación de que todo se ha salido de control —dijo Jhon, finalmente rompiendo el silencio. Su voz tenía un tono de frustración, pero también de cierta vulnerabilidad—. Desde que hablé contigo, nada parece tener sentido. Y no me digas que es “mi percepción” o algún tipo de “proceso interno”. Necesito respuestas concretas.

Hermiscles asintió lentamente, sin perder la calma que parecía envolverse como un manto invisible. —Entiendo tu molestia, Jhon. Es difícil cuando los cimientos en los que basamos nuestra realidad comienzan a tambalearse. Pero pregúntate: ¿por qué crees que todo esto es una broma? ¿Qué parte de ti rechaza tan vehementemente la posibilidad de que lo que experimentas pueda ser real?

El filósofo tamborileó los dedos sobre la mesa, su mirada fija en el rostro inexpresivo de Hermiscles. —No es rechazo, es sentido común. Todo lo que me rodea tiene una explicación física, tangible. Los cambios que he notado… —Se detuvo, sus palabras llenas de duda—. Tienen que ser una ilusión, un truco. Nadie puede alterar la realidad así.

Hermiscles apoyó sus manos sobre la mesa, acercándose un poco más hacia Jhon, como si quisiera establecer una conexión más directa. —A veces, la realidad no cambia, Jhon. Es nuestra forma de mirarla lo que se transforma. Cuando nuestras certezas se agrietan, empezamos a ver más allá de las sombras proyectadas por nuestras propias convicciones.

Jhon entrecerró los ojos, luchando contra la incomodidad que las palabras del mago le generaban. Algo en ellas tenía un peso distinto, como si resonaran en un lugar que él no estaba dispuesto a explorar. Cambió de tema de manera abrupta, buscando retomar el control de la conversación.

—Hablando de certezas, ¿puedes explicar por qué todo se sintió tan extraño en mi casa? —exigió—. Había cosas que no cuadraban, objetos fuera de lugar, sonidos que no debían estar ahí. ¿Es ese tu gran truco? ¿Jugar con mi mente para convencerme de que existe algo más?

Hermiscles no respondió de inmediato. Su mirada permaneció fija en Jhon, como si estuviera evaluando cuánto decirle. Luego, con un tono sereno pero firme, pronunció unas palabras que parecieron desvanecer el ruido del café a su alrededor.

—Lo que ves, lo que oyes, lo que sientes… no son más que reflejos. Reflejos de algo más profundo que comienza a despertar en ti. Pero recuerda, Jhon: los reflejos no son la realidad, solo una sombra de ella.

Las palabras calaron hondo en Jhon, aunque no lo admitiera. Miró alrededor del café, intentando encontrar algo familiar que lo conectara con su rutina. Pero el lugar, aunque igual en apariencia, parecía tener una cualidad distinta ahora, una quietud que lo hacía sentir como si estuviera parado entre dos mundos.

Tomó aire profundamente y volvió a mirar al mago. —Si lo que dices es cierto, si todo esto no son más que reflejos, ¿entonces qué es real? Y más importante aún, ¿por qué me está sucediendo a mí?

Hermiscles esbozó una sonrisa, apenas perceptible. —Eso, Jhon, es algo que solo tú puedes descubrir. Pero ten en cuenta que la verdad no siempre llega con claridad. A veces, se manifiesta en los lugares y momentos menos esperados.

La conversación parecía detenerse en ese instante, no porque hubiera terminado, sino porque Jhon sintió que no tenía las herramientas para continuarla. Había llegado al café con la intención de encontrar respuestas, pero lo que se llevaba eran más preguntas, preguntas que comenzaban a abrir un abismo en el suelo firme de sus convicciones.

Capítulo 14: La danza de las ideas

El aire en el café parecía cargado de una expectación sutil, como si el lugar mismo reaccionara a la energía entre los dos hombres. Jhon, decidido a recuperar el control de la conversación, inclinó el cuerpo hacia adelante, adoptando una postura que proyectaba seguridad. Su mirada estaba fija en Hermiscles, mientras el aroma a café recién hecho se intensificaba, impregnando el espacio con un toque más mundano, más terrenal.

—Voy a ser directo contigo, Hermiscles —comenzó Jhon, con un tono firme que casi podía confundirse con el de un académico en una conferencia—. El materialismo no es un simple capricho ni un dogma vacío. Es la filosofía que se fundamenta en lo que podemos observar, medir y comprobar. Todo lo que existe tiene su origen en la materia. Pensar lo contrario es caer en un pensamiento ilusorio y supersticioso.

Hermiscles lo escuchó con paciencia, sus manos reposando tranquilamente sobre la mesa. No interrumpió, permitiendo que Jhon expusiera su punto con el fervor de quien busca reafirmar sus creencias. Sin embargo, mientras el filósofo hablaba, el café a su alrededor adquiría un ambiente más cotidiano: los ruidos del tráfico exterior se filtraban suavemente a través de las ventanas, el murmullo de conversaciones ajenas llenaba el aire, y las luces tenían una claridad práctica, sin el destello onírico que las caracterizaba cuando el mago lideraba el diálogo.

—Tomas la experiencia subjetiva y la envuelves en un lenguaje poético —continuó Jhon, confiado—. Hablas de “reflejos” y “verdades ocultas”, pero en realidad todo puede explicarse por procesos físicos. La mente humana, por compleja que sea, no es más que el resultado de conexiones neuronales y reacciones químicas. Es el cerebro el que crea la percepción, las emociones y la conciencia. Sin él, no hay nada. Todo lo demás es mera imaginación.

Hermiscles asintió lentamente, como quien contempla un paisaje conocido. Se inclinó ligeramente hacia adelante, y al hacerlo, la atmósfera del café comenzó a cambiar de nuevo, aunque de forma casi imperceptible. Las sombras en las esquinas parecían alargarse, como si respiraran, y las luces adquirieron un tenue resplandor cálido que daba al lugar una cualidad más introspectiva, más allá de lo común.

—Tus argumentos son sólidos, Jhon —respondió Hermiscles, con voz tranquila—. Y sin embargo, hay algo en ellos que me intriga. Hablas de la mente como un producto del cerebro, de la conciencia como un efecto de la materia. Pero dime, ¿de dónde proviene el impulso de cuestionar, de explorar, de trascender lo que consideramos evidente? Si todo está contenido en el cerebro, ¿cómo explicas el anhelo humano por lo infinito?

La pregunta de Hermiscles resonó como un eco, no solo en la mente de Jhon, sino en el propio ambiente del café. Por un instante, los sonidos externos parecieron desvanecerse, y el lugar recuperó esa cualidad etérea que lo hacía sentir desconectado del tiempo. Jhon sintió que el control de la conversación comenzaba a escapar de sus manos, pero se obligó a responder con la misma lógica que siempre había defendido.

—El anhelo humano por lo infinito, como tú lo llamas, no es más que una respuesta evolutiva. Es el resultado de nuestra capacidad de imaginación, un mecanismo que nos ha permitido sobrevivir, adaptarnos y proyectarnos hacia el futuro. No hay nada misterioso en ello.

Hermiscles sonrió, pero no con burla, sino con una comprensión profunda. —¿Y si la imaginación no fuera solo una herramienta evolutiva, sino una puerta? Una puerta hacia algo más allá de la materia, algo que no puede medirse ni contenerse, pero que existe de todos modos.

Jhon abrió la boca para replicar, pero las palabras no salieron de inmediato. El café, en ese momento, parecía suspendido en un limbo entre lo mundano y lo místico, reflejando la tensión en el diálogo. Finalmente, Jhon logró recuperar su voz, aunque con un tono menos seguro.

—Eso… es una suposición, Hermiscles. Nada más.

—Tal vez —admitió el mago, inclinándose ligeramente hacia atrás—. Pero las suposiciones, como los hechos, tienen el poder de cambiar nuestra visión del mundo. La cuestión es: ¿estás dispuesto a explorarlas, o prefieres ignorarlas por completo?

El silencio que siguió no fue incómodo, sino cargado de significado. Jhon sintió que la conversación, lejos de proporcionarle respuestas, lo arrastraba cada vez más hacia un territorio desconocido, donde sus certezas parecían desvanecerse como humo.

Capítulo 15: La resistencia y el desliz

El aire del café se había estabilizado en un punto intermedio, ni completamente mundano ni completamente místico. Era como si el lugar mismo estuviera expectante, reflejando el equilibrio tenso entre los dos interlocutores. Jhon apoyó ambas manos sobre la mesa, como si buscara aferrarse a algo tangible mientras la conversación se adentraba en un terreno que comenzaba a sentirse peligroso para sus convicciones.

—Hablas de explorar suposiciones como si fueran puertas hacia una verdad superior —dijo Jhon, retomando el control con un tono que evocaba seguridad—, pero la filosofía materialista ya ha recorrido ese camino. Y al final, siempre volvemos al mismo punto: la realidad se compone de materia, y todo lo que creemos percibir como “trascendental” es producto de nuestra mente, nada más.

Hermiscles lo observó con una paciencia que, lejos de ser pasiva, parecía activa, como si estuviera analizando cada palabra para desentrañar lo que se escondía detrás de ellas. —¿Y estás seguro de que esa conclusión no es, en sí misma, un límite? El hecho de que vuelvas al mismo punto no significa que ese punto sea el fin. Puede ser simplemente el lugar donde decides detenerte.

Jhon soltó una pequeña risa, aunque no había alegría en ella. —¿Ahora estás diciendo que mi forma de pensar está limitada? Déjame recordarte que el materialismo ha sido la base de avances científicos, tecnológicos y filosóficos. Todo lo que existe tiene un origen físico, y la conciencia humana, por más fascinante que sea, no es la excepción.

Mientras hablaba, el café pareció responder sutilmente a su firmeza: el murmullo del tráfico en el exterior se volvió más audible, las sombras en las esquinas se retrajeron, y las luces adoptaron un tono más funcional, menos poético. Era como si la conversación estuviera devolviendo el lugar a su estado cotidiano, reflejando el intento de Jhon por racionalizar la situación.

Hermiscles, sin embargo, no parecía perturbado por esta aparente transformación del entorno. Con un gesto tranquilo, tomó su taza de café y la giró ligeramente entre sus manos. —La ciencia y la filosofía tienen su lugar, Jhon, y no las desprecio. Pero dime, ¿alguna vez has sentido que lo que puedes ver y tocar no es suficiente? Que detrás de lo observable existe algo que no puedes medir, pero que sientes como una presencia, una posibilidad.

La pregunta hizo que Jhon frunciera el ceño. Estaba acostumbrado a debates donde la lógica y la evidencia eran las herramientas principales, pero las palabras de Hermiscles tenían un peso distinto, como si apuntaran directamente a un rincón oculto de su mente. Aun así, no estaba dispuesto a ceder.

—Eso que tú llamas “posibilidad” no es más que una ilusión. —Jhon inclinó la cabeza con un gesto casi desafiante—. Las sensaciones y emociones pueden engañarnos. El cerebro humano está diseñado para interpretar y llenar vacíos, incluso cuando no hay nada allí. Esa “posibilidad” que mencionas no es más que el reflejo de nuestro deseo de encontrar sentido donde no lo hay.

Hermiscles asintió, como quien acepta una respuesta sin necesidad de debatirla de inmediato. En ese momento, el café comenzó a transformarse nuevamente, de forma casi imperceptible: las luces se suavizaron, adquiriendo un resplandor cálido que parecía envolver a los dos hombres, y el murmullo exterior se desvaneció gradualmente, dejando solo el sonido de su conversación. Era como si el lugar mismo le concediera la palabra al mago.

—Tal vez tienes razón, Jhon. Tal vez todo lo que percibimos es una construcción, un juego de nuestra mente. Pero dime, ¿no es la misma mente la que nos lleva a crear, a imaginar, a buscar respuestas más allá de lo evidente? Si todo es un juego, entonces este juego tiene reglas que aún no comprendemos del todo. Y quizás, al aceptar que las reglas son más amplias de lo que pensamos, podemos empezar a ver lo que antes permanecía oculto.

Jhon intentó responder, pero las palabras se quedaron atrapadas en su garganta. No era que estuviera convencido por las ideas de Hermiscles, sino que algo en su mente comenzaba a agitarse, como si las certezas que siempre había defendido estuvieran siendo desafiadas desde un lugar que no podía identificar. Miró alrededor del café, y aunque intentó convencerse de que era un lugar completamente normal, había algo en la atmósfera que lo hacía sentir que su percepción no era tan clara como antes.

Hermiscles, con una sonrisa serena, dejó su taza sobre la mesa y lo miró directamente a los ojos. —No necesitas responderme ahora, Jhon. Solo quiero que consideres la posibilidad, aunque sea por un instante. A veces, las preguntas que más tememos son las que nos llevan más lejos.

Capítulo 16: Sombras entre el ruido

El café parecía haberse llenado un poco más desde que Jhon y Hermiscles comenzaron su diálogo. A un par de mesas de distancia, un hombre con una laptop tipeaba con rapidez, mientras una pareja joven reía en voz baja frente a tazas de chocolate caliente. Una camarera, de cabello recogido y uniforme sencillo, se movía entre las mesas con destreza, cargando bandejas con tazas humeantes y platos pequeños.

Jhon tomó un sorbo de su café, ahora tibio, mientras intentaba recomponer sus pensamientos. Hermiscles lo miraba sin prisa, dejando que el silencio funcionara como un respiro en su intercambio. Fue en ese momento cuando la camarera se acercó a su mesa con una sonrisa profesional, llevando una cafetera plateada.

—¿Más café? —preguntó, sin mirar directamente a los ojos de Jhon, pero dirigiéndose más bien hacia Hermiscles. Había algo en sus movimientos, en la forma exacta en que vertió el líquido oscuro, que hacía que todo pareciera seguir un ritmo armonioso, como si el acto de rellenar las tazas fuera coreografiado.

—Gracias, muy amable —respondió Hermiscles con una voz suave pero firme. Jhon notó que el café en su taza, que había estado medio lleno, ahora parecía recién servido y perfectamente caliente. No mencionó nada, pero una leve incomodidad se instaló en su pecho. Se recordó a sí mismo que debía enfocarse en el debate, en recuperar el control.

—Sigamos con nuestro tema —dijo Jhon, apoyándose un poco más en la mesa—. Quiero señalar algo que parece estar implícito en tus ideas, Hermiscles: asumes que la capacidad humana de imaginar cosas que no existen es una prueba de algo más allá de la materia. Pero eso no tiene sentido. La imaginación no prueba nada más que nuestra habilidad de simular realidades hipotéticas, una ventaja evolutiva, nada más.

Las luces del café, sutilmente, parecían volverse más estables, menos cálidas. El ruido de las conversaciones y el tintineo de los cubiertos se tornaron más prominentes, como si el lugar reclamara su mundanidad al compás del razonamiento lógico de Jhon. El filósofo sintió que había recuperado una parte del equilibrio que necesitaba, una isla de certeza en medio de un mar de preguntas.

Hermiscles, por su parte, no se mostró perturbado. Movió su taza con lentitud antes de responder. —No niego la importancia de la imaginación como herramienta evolutiva, Jhon. Pero dime, ¿por qué crees que el ser humano, a diferencia de otras especies, tiene un deseo tan profundo de comprender lo que está más allá de su alcance? No solo de adaptarse, sino de buscar un propósito, un significado.

Antes de que Jhon pudiera contestar, la camarera pasó de nuevo junto a su mesa, llevándose las tazas vacías de una pareja que acababa de salir. Había algo casi imperceptible en su andar, una fluidez que parecía ir más allá de lo cotidiano. Jhon la siguió con la mirada un instante, intentando identificar por qué le parecía tan peculiar, pero su atención volvió al mago al recordar que debía mantener el hilo de la conversación.

—El deseo de buscar significado también tiene una explicación biológica —replicó Jhon con rapidez, como si quisiera dejar de lado cualquier sensación extraña—. Somos seres sociales; necesitamos crear narrativas que den coherencia a nuestras experiencias para poder sobrevivir y convivir. Esa necesidad de significado no es una conexión con algo trascendental, Hermiscles, es un mecanismo adaptativo.

Hermiscles asintió, como si ya hubiera anticipado esa respuesta. Las sombras en las esquinas del café parecían extenderse ligeramente, aunque no de manera obvia, sino como un efecto provocado por el ángulo de las luces. El entorno parecía respirar en consonancia con las palabras del mago.

—Ese “mecanismo adaptativo”, como tú lo llamas, podría explicarse en muchos niveles. Pero pregúntate esto, Jhon: ¿por qué esas narrativas, esas historias que nos contamos, parecen resonar con algo más profundo dentro de nosotros? Algo que no podemos definir, pero que sentimos. Tal vez, solo tal vez, lo que llamas mecanismos son un puente hacia algo que aún no comprendemos del todo.

Jhon se quedó en silencio por un momento, sintiendo que las palabras de Hermiscles abrían un resquicio en su mente. La camarera, ahora limpiando una mesa cercana, tarareaba una melodía apenas audible, pero que parecía armonizar extrañamente con el ambiente del café. Jhon, sin saber por qué, sintió la necesidad de mirar hacia la ventana, donde las luces de la ciudad titilaban como si estuvieran sincronizadas con su respiración.

—No puedo aceptar eso como una respuesta válida —dijo finalmente, regresando su mirada al mago—. Si no hay pruebas tangibles, no es más que una especulación. Y no veo cómo puedo basarme en algo tan frágil.

Hermiscles sonrió, con esa serenidad que comenzaba a frustrar a Jhon tanto como lo intrigaba. —No busco que aceptes nada, Jhon. Solo que consideres la posibilidad. Porque a veces, en lo frágil se esconden las verdades más resistentes.

El café, mientras tanto, seguía oscilando entre lo mundano y lo abstracto, reflejando la tensión que se desarrollaba en la conversación. Jhon se inclinó hacia atrás en su silla, sintiendo que, aunque no lo admitiera, el mago estaba logrando poner en duda más de lo que estaba dispuesto a aceptar.

Capítulo 17: El peso del tiempo

Jhon se removió en su silla, sintiendo una incomodidad que no lograba definir por completo. Algo en el ambiente del café le hacía sentir que llevaba mucho más tiempo ahí del que había calculado. Miró su reloj de pulsera, un accesorio que rara vez fallaba en recordarle la puntualidad como una regla sagrada, y frunció el ceño. La hora que marcaba parecía imposible: ya habían transcurrido más de tres horas desde que se había sentado frente a Hermiscles.

La taza de café en sus manos estaba nuevamente vacía, aunque no recordaba haberla terminado. Levantó la vista hacia la camarera, quien parecía estar recogiendo otra mesa cercana, moviéndose con esa fluidez casi hipnótica que Jhon había notado antes. Sus gestos eran meticulosos, pero no mecánicos; cada movimiento parecía cargado de una intención que escapaba a lo ordinario.

¿Por qué no podía dejar de observarla? Se preguntó si era su manera de distraerse después de los intensos intercambios con Hermiscles, o si había algo en ella que lo intrigaba más de lo que estaba dispuesto a admitir. No era atracción en el sentido común, sino más bien una sensación de desconcierto. La camarera parecía pertenecer tanto al café como las propias luces o las mesas; encajaba en el lugar de una manera que le resultaba difícil de explicar, como si no pudiera imaginarla en ningún otro contexto.

Mientras Jhon intentaba descifrar sus propios pensamientos, la camarera se acercó nuevamente a su mesa con la cafetera en una mano y una sonrisa suave en los labios.

—¿Algo más de café? —preguntó, su tono agradable pero carente de cualquier interés personal.

Jhon asintió distraídamente, observando cómo el líquido oscuro llenaba su taza con un vapor que se arremolinaba brevemente antes de disiparse. En algún momento, Hermiscles había extendido la mano para indicar que quería lo mismo, pero Jhon no se dio cuenta de cuándo ocurrió. Todo se desarrollaba de manera fluida, como si el tiempo mismo no tuviera prisa en este lugar.

Cuando la camarera se alejó, Jhon fijó su mirada en Hermiscles. —¿Cuánto tiempo llevamos aquí? —preguntó, con un tono que intentaba ser casual, aunque no podía ocultar el nerviosismo que subyacía en sus palabras.

Hermiscles lo observó con una sonrisa tranquila. —El tiempo es relativo, Jhon. Aquí, parece que fluye de manera diferente. Pero si deseas, puedes irte. La puerta siempre estará abierta, y la conversación puede continuar en otro momento.

El comentario no tranquilizó a Jhon. Se encontraba en un dilema que no había anticipado: sentía la necesidad de recuperar su rutina, de alejarse y regresar a una realidad que él mismo pudiera controlar. Pero al mismo tiempo, había algo en esta conversación, en este lugar, que lo mantenía anclado. No era solo curiosidad; era una sensación más profunda, como si algo que llevaba buscando sin saberlo estuviera al alcance de su mano.

—No lo sé —dijo finalmente, mirando hacia la ventana del café. La ciudad seguía ahí, aparentemente inmutable, pero las luces exteriores parecían más distantes, más frías, como si pertenecieran a un lugar al que no estaba seguro de querer volver.

Hermiscles inclinó ligeramente la cabeza, su mirada fija en Jhon. —A veces, el verdadero conflicto no está en decidir entre quedarse o partir, sino en entender por qué esa decisión nos importa tanto.

Las palabras del mago resonaron en la mente de Jhon, quien las rechazó instintivamente con un gesto de la mano. —No estoy aquí para filosofar sobre decisiones personales —dijo, más brusco de lo que pretendía—. Solo quiero entender por qué todo esto parece fuera de lugar. Desde que hablé contigo, nada tiene sentido.

El café permaneció en un extraño equilibrio, ni completamente mundano ni completamente místico, mientras Jhon bajaba la mirada hacia su taza de café recién servida. Tomó un sorbo, sabiendo que aún no estaba listo para levantarse de esa mesa, pero también consciente de que no podía quedarse indefinidamente. No era solo el tiempo lo que lo presionaba; era una inquietud que crecía como una sombra en su interior, preguntándole si alguna vez encontraría las respuestas que buscaba.

Capítulo 18: Los engranajes del desconcierto

El café se mantenía en ese delicado equilibrio entre lo mundano y lo extraño, como si el espacio mismo no pudiera decidir dónde posicionarse. Jhon dio otro sorbo a su café, sintiendo cómo la calidez del líquido contrastaba con la creciente frialdad de sus pensamientos. Miró nuevamente el reloj de la pared, intentando precisar cuánto tiempo había transcurrido desde que llegó. A pesar de que las manecillas avanzaban, algo no cuadraba. Se sentía como si las horas estuvieran suspendidas en el aire, negándose a tomar forma.

La camarera, ahora en otra mesa, movía los platos y las tazas con la misma precisión hipnótica de antes. Jhon se dio cuenta de que seguía observándola sin proponérselo, como si sus gestos fueran una especie de constante en medio de las preguntas que inundaban su mente. No era atracción, o al menos no de la manera convencional. Era más bien una necesidad de entender qué la hacía parecer tan inmutable, tan parte del entorno. Incluso cuando su atención se enfocaba en Hermiscles, sentía que los movimientos de la camarera seguían ocupando un espacio periférico en su conciencia.

—Sigues distraído —comentó Hermiscles, interrumpiendo el flujo de pensamientos de Jhon. Su tono era amable, pero en él resonaba una perspicacia que hacía que la observación pareciera más una afirmación que una pregunta.

Jhon exhaló con frustración, dejando la taza sobre la mesa con más fuerza de la necesaria. —No estoy distraído, solo estoy intentando encontrar lógica en todo esto. En ti, en este lugar, en la extraña… —hizo un gesto vago hacia la camarera— atmósfera que parece envolvernos.

Hermiscles esbozó una leve sonrisa, inclinándose hacia adelante. —Tal vez esa necesidad de lógica sea la misma que te mantiene atrapado en un círculo, Jhon. A veces, lo que intentamos comprender se vuelve más claro cuando dejamos de intentar controlarlo.

—Eso suena como una evasión —replicó Jhon con firmeza, aunque su propio tono delataba un leve matiz de duda. —El control es lo único que nos permite interactuar con la realidad. Sin él, solo hay caos.

Hermiscles negó suavemente con la cabeza, y las luces del café parecieron atenuarse apenas un poco, como si sus palabras absorbieran parte de la energía del ambiente. —El control es una ilusión, Jhon. La realidad no cambia según nuestros deseos o percepciones. Lo que cambia es cómo nos enfrentamos a ella. A veces, perder el control nos lleva a ver con más claridad.

Jhon apretó los labios, sintiendo cómo las palabras del mago encontraban grietas en su armadura de racionalidad. Cambió de tema, buscando recuperar el equilibrio. —¿Por qué este lugar parece tan… extraño? Cada vez que creo haber entendido algo, hay un detalle, un gesto, un sonido que no encaja. Incluso la camarera—se interrumpió, mirando de nuevo hacia donde ella estaba, como si buscarla fuera parte del acto mismo de cuestionar— parece estar fuera de lo ordinario.

Hermiscles siguió su mirada, pero no dijo nada de inmediato. En cambio, dejó que el silencio llenara el espacio entre ellos, como si la pausa fuera una parte necesaria del diálogo. Cuando finalmente habló, su tono tenía un matiz enigmático. —A veces, el entorno se convierte en un reflejo de nuestro estado interno. Lo que percibes como extraño tal vez no sea el lugar, sino una respuesta a lo que empieza a cambiar dentro de ti.

Jhon se inclinó hacia atrás, cruzando los brazos sobre el pecho. —Es una respuesta conveniente. Pero no estoy seguro de que sea cierta.

—No tienes que estar seguro, Jhon —respondió Hermiscles, con una serenidad inquebrantable—. La duda es una parte esencial del proceso. Y, paradójicamente, es en la duda donde puedes encontrar las claves que buscas.

El café continuaba vivo a su alrededor: las conversaciones de otros clientes eran casi inaudibles, pero estaban ahí, como un murmullo en el fondo. La camarera pasaba nuevamente junto a su mesa, llevando una bandeja con tazas vacías, y Jhon sintió el impulso de observarla de nuevo. Esta vez, algo en sus movimientos le hizo pensar en un reloj, en la precisión mecánica con la que las manecillas marcaban cada segundo. Pero entonces recordó que el tiempo, en este lugar, no parecía funcionar de manera normal.

El peso de todo esto comenzaba a afectarlo. Jhon sintió un nudo en el estómago, no por miedo, sino por una sensación de vértigo existencial que lo hacía preguntarse si alguna vez podría salir de este laberinto de ideas, palabras y percepciones. Sabía que debía decidir si quedarse o irse, pero la idea de abandonar la conversación sin haberla terminado lo inquietaba más que cualquier otra cosa.

Finalmente, miró a Hermiscles con determinación. —Voy a quedarme un poco más. Pero quiero respuestas, no más acertijos.

El mago asintió, satisfecho. —Las respuestas llegarán, Jhon. Pero no siempre en la forma que esperas.

Capítulo 19: El murmullo de las certezas

El café permanecía en su extraño equilibrio, oscilando entre el mundano ruido de los clientes y el sutil aire de misterio que parecía envolver a Jhon y Hermiscles. La camarera pasó una vez más junto a su mesa, llevando una bandeja con platos limpios y tazas vacías. Jhon no podía ignorarla, aunque intentara hacerlo; sus gestos fluían como el agua, cada movimiento era exacto, pero en su precisión había algo que desconcertaba al filósofo.

Tomó un sorbo de su café recién servido, pero su mente estaba lejos de la bebida. El tiempo se sentía irregular otra vez, como si las horas no siguieran el ritmo normal de la vida. El reloj de la pared indicaba las cinco y cuarto, pero Jhon sabía que debía ser mucho más tarde. Miró a Hermiscles con una mezcla de frustración y curiosidad, buscando algo en su expresión que pudiera ofrecer una pista sobre lo que estaba ocurriendo.

—Quiero hablar sobre algo más concreto —dijo Jhon, dejando la taza sobre la mesa—. Este lugar, este café, todo aquí parece estar fuera de sincronía con la realidad. Incluso el tiempo no se siente real. ¿Qué está pasando? ¿Por qué parece que las reglas normales no aplican aquí?

Hermiscles tomó un sorbo de su café con calma, sin apresurarse en responder. Sus gestos eran deliberados, como si cada acción fuera una pieza en un tablero que Jhon aún no comprendía. —Tal vez lo que percibes no es el lugar, Jhon, sino la percepción que tú mismo tienes de él. A veces, nuestra mente altera lo que vemos y sentimos, especialmente cuando estamos frente a algo que desafía nuestras certezas.

Jhon soltó una risa breve, aunque no había humor en ella. —Eso suena como una forma elegante de decir que todo esto es mi culpa. Pero no creo que sea tan sencillo. Desde que te conocí, todo parece estar cambiando, pero no soy yo quien está haciendo esos cambios.

Hermiscles esbozó una leve sonrisa, pero no dijo nada de inmediato. En ese momento, la camarera pasó nuevamente junto a ellos, esta vez tarareando una melodía apenas audible. Jhon la miró otra vez, tratando de descifrar por qué parecía tan integrada al ambiente, como si fuera una parte inherente del café. El tarareo era familiar, pero Jhon no podía identificarlo, lo que solo añadía a su sensación de desconcierto.

—Tal vez no sea culpa, Jhon —dijo Hermiscles finalmente—. Tal vez es un proceso. Un cambio que comienza dentro de ti, pero se manifiesta en todo lo que te rodea. Este lugar no cambia por sí mismo, sino en respuesta a lo que está ocurriendo en tu interior.

Jhon lo miró con incredulidad. —Eso no tiene sentido. El entorno no cambia en función de nuestra percepción. Lo que estás diciendo es que estoy alterando la realidad, y eso es imposible.

Hermiscles dejó su taza sobre la mesa, inclinándose ligeramente hacia adelante. —No dije que estuvieras alterando la realidad, Jhon. Solo que la forma en que interactúas con ella puede hacer que parezca distinta. Es como mirar a través de un cristal: dependiendo del ángulo, lo que ves puede parecer diferente, pero el cristal sigue siendo el mismo.

Jhon frunció el ceño, sintiendo que las palabras del mago resonaban en un lugar que no quería explorar. Miró a su alrededor, al café y a las personas que lo ocupaban. Todo parecía normal, pero había algo en el ambiente, algo que no podía identificar, que le hacía sentir que nada era completamente como debía ser.

—No tiene sentido que me quede aquí —murmuró, más para sí mismo que para Hermiscles. Pero mientras decía esas palabras, sintió una extraña resistencia dentro de él. No quería irse, al menos no todavía. Algo lo mantenía en ese lugar, como si la conversación con el mago fuera una puerta que aún no se atrevía a cruzar.

Hermiscles observó esa lucha interna con una mirada tranquila, dejando que Jhon tomara su tiempo. El filósofo, finalmente, exhaló y se inclinó hacia adelante, mirando directamente a los ojos del mago.

—Me quedaré —dijo—. Pero solo porque necesito respuestas. No puedo seguir sintiéndome atrapado entre lo que entiendo y lo que parece imposible de comprender.

Hermiscles asintió, satisfecho con su decisión. —Entonces sigamos adelante, Jhon. Tal vez este lugar, como nuestras palabras, sea un reflejo de lo que aún está por descubrir.

Capítulo 20: El abismo de las ideas

El café parecía desvanecerse poco a poco en el trasfondo de la conversación, como si los detalles del entorno se volvieran irrelevantes frente al peso de las palabras. Las escasas interacciones con la camarera se redujeron a un movimiento casi mecánico cuando pasó cerca de ellos, recogiendo unas tazas vacías sin decir una palabra. Jhon apenas la notó esta vez; su mente estaba atrapada en las palabras de Hermiscles y en el desafío constante de encontrar un terreno estable en el debate.

—El problema con tus argumentos, Hermiscles —comenzó Jhon, intentando recuperar el control de la conversación—, es que se basan en suposiciones imposibles de probar. Hablas de “puentes” y “reflejos”, pero eso no es más que lenguaje metafórico. La filosofía materialista no necesita de metáforas porque está anclada en hechos observables. ¿Qué valor tiene algo que no puede ser demostrado?

Hermiscles asintió con calma, como si estuviera esperando una pregunta así. —Tu posición es válida, Jhon. La filosofía materialista tiene la ventaja de ser clara, directa. Pero también tiene un límite: se detiene en lo que puede medirse y rechaza todo lo que queda más allá de esa frontera. Mi pregunta para ti es: ¿estás dispuesto a aceptar que tu enfoque no abarca toda la realidad? ¿O prefieres seguir creyendo que lo que no puede medirse no existe?

Jhon entrecerró los ojos, cruzando los brazos sobre el pecho. —Es una cuestión de pragmatismo. Aceptar cosas que no pueden comprobarse nos lleva al riesgo de aceptar cualquier cosa como válida. Por eso es crucial aferrarse a lo que puede probarse. Es lo único que nos protege del caos.

—¿Y qué ocurre cuando el caos es una parte fundamental de la realidad? —replicó Hermiscles, sin alterar su tono sereno—. Lo desconocido, lo que no puedes probar, siempre está ahí, Jhon, ya sea que lo aceptes o no. Negarlo no lo hace desaparecer. Simplemente lo hace invisible para ti.

El filósofo apretó los labios, sintiendo una punzada de incomodidad ante esa afirmación. Sabía que el mago tenía razón en un sentido amplio, pero no estaba dispuesto a ceder terreno. —Lo desconocido puede estar ahí, pero no tiene sentido interactuar con él si no hay forma de comprenderlo. La humanidad no ha avanzado gracias a misterios inexplicables, sino gracias a nuestra capacidad de entender y controlar lo que antes no podíamos.

Hermiscles ladeó ligeramente la cabeza, como si evaluara las palabras de Jhon desde un ángulo distinto. —Eso es interesante. Hablas de control como si fuera el objetivo último de la humanidad. Pero déjame preguntarte: ¿de verdad crees que tenemos control sobre nuestra existencia? ¿O simplemente nos contamos esa historia para no enfrentar el hecho de que somos vulnerables ante fuerzas mucho más grandes que nosotros?

La pregunta golpeó a Jhon como un rayo. Había pasado años construyendo sus creencias sobre la base de la lógica y la evidencia, pero esa lógica siempre había asumido que la humanidad era capaz de dominar su entorno, de moldear la realidad a su voluntad. Ahora, frente a Hermiscles, se dio cuenta de que esa suposición no era más que eso: una suposición.

—El control es relativo —dijo finalmente, sin querer mostrarse demasiado vulnerable—. No tenemos control absoluto, pero eso no significa que estemos completamente indefensos. Hemos aprendido a enfrentarnos al caos y darle sentido. Eso es lo que nos hace humanos.

Hermiscles sonrió levemente, como si estuviera satisfecho con la respuesta, aunque supiera que no era toda la verdad. —Y, sin embargo, hay cosas que no podemos controlar, Jhon. La muerte, por ejemplo. Ningún avance científico o filosófico ha logrado eludir esa realidad. ¿Qué sentido tiene hablar de control cuando hay un límite insuperable para todos nosotros?

El silencio que siguió fue casi palpable, como si las palabras del mago hubieran absorbido todo el sonido del café. Jhon no respondió de inmediato; sabía que cualquier cosa que dijera sería una admisión implícita de que Hermiscles estaba tocando una fibra que él mismo prefería evitar. Finalmente, exhaló y miró al hombre frente a él con una mezcla de frustración y respeto.

—La muerte es un hecho, eso no lo niego. Pero no necesito inventar algo más allá de ella para aceptarla. La existencia es suficiente tal como es.

Hermiscles lo miró fijamente, su expresión imperturbable. —Tal vez. Pero dime, Jhon: si la existencia es suficiente, ¿por qué sigues buscando respuestas? ¿Por qué sigues aquí, en lugar de seguir con tu vida como antes?

Esa pregunta quedó flotando en el aire, y Jhon sintió que, de alguna manera, era la más difícil de responder.

Capítulo 21: La fisura del pensamiento

La tensión en la conversación se había vuelto casi palpable. Jhon, ahora apoyado con los codos en la mesa, parecía intentar contener una corriente de pensamientos que amenazaban con salirse de control. Frente a él, Hermiscles se mantenía tan sereno como siempre, como si esa calma inquebrantable fuera un escudo contra las acometidas filosóficas de su interlocutor.

—Si lo que dices es cierto —comenzó Jhon, eligiendo cuidadosamente sus palabras—, entonces estoy atrapado en una paradoja. Me dices que lo que veo y siento está influido por mi percepción, pero ¿cómo puedo saber si mi percepción es válida? Si todo depende de ella, entonces ¿no estamos todos perdidos en una niebla subjetiva?

Hermiscles entrelazó los dedos sobre la mesa, como un maestro que escucha a un estudiante plantear una pregunta crucial. —No estás perdido, Jhon. Todos percibimos la realidad a través de un filtro, eso es cierto. Pero esos filtros no son obstáculos, sino herramientas. Nos permiten interpretar lo que de otro modo sería incomprensible. El problema no es el filtro en sí, sino la creencia de que la interpretación es la única verdad.

Jhon lo miró con escepticismo, pero también con un interés que no podía ocultar. —Entonces, ¿quieres decir que la verdad es inalcanzable? Porque si no podemos confiar en nuestras propias percepciones, ¿cómo podemos aspirar a conocer algo con certeza?

El mago dejó escapar una leve risa, no burlona, sino casi afectuosa. —La verdad, Jhon, no es un objeto que puedas poseer, ni un destino al que puedas llegar. Es un camino, uno que recorres en cada momento de tu vida. Lo que percibes no es “la verdad”, pero tampoco es completamente falso. Es una parte de un todo más grande.

Las palabras de Hermiscles dejaron a Jhon en silencio por un instante, como si estuviera procesando algo que no quería admitir. —Eso suena… insuficiente —dijo finalmente—. Necesitamos certezas, Hermiscles. Las certezas son las que nos dan estabilidad, las que nos permiten avanzar.

—¿Y qué ocurre cuando esas certezas son cuestionadas? —preguntó el mago, inclinándose ligeramente hacia adelante. —¿Qué ocurre cuando la estabilidad que creías tener se desmorona? ¿Te detienes, o encuentras una nueva forma de avanzar?

Jhon apretó los labios, incómodo por la dirección que estaba tomando la conversación. Sabía que Hermiscles tenía un punto, pero no estaba dispuesto a admitirlo tan fácilmente. Miró a su alrededor, buscando algo que pudiera usar como ancla para recuperar el control. El café, aunque menos presente en su mente que antes, seguía siendo un espacio peculiarmente neutral, como un escenario dispuesto solo para ellos dos.

—No puedo aceptar una vida sin certezas —dijo Jhon, con más determinación—. Sería como caminar constantemente sobre arena movediza. La humanidad necesita fundamentos sólidos, algo sobre lo que construir.

Hermiscles asintió, como si reconociera la importancia de esa perspectiva. —Es natural buscar estabilidad, Jhon. Pero la estabilidad no siempre viene de las certezas. A veces, viene de la capacidad de adaptarte al cambio, de aceptar que lo que hoy crees puede ser diferente mañana.

El silencio volvió a ocupar el espacio entre ellos, pero esta vez era un silencio cargado de posibilidades. Jhon no respondió de inmediato. Miró nuevamente su taza, ahora casi vacía, y sintió que había llegado a un punto en el que las preguntas eran más importantes que las respuestas. No estaba seguro de qué significaba eso, pero no podía negar que la conversación con Hermiscles lo había llevado a un lugar que nunca había imaginado.

Capítulo 22: Una grieta en la lógica

El café seguía siendo un escenario silencioso y neutral, como si su única función fuera contener la conversación entre Jhon y Hermiscles. Ahora, incluso los escasos sonidos de fondo parecían apagados, dejando que el peso de sus palabras llenara el espacio entre ellos.

Jhon se inclinó hacia adelante, entrelazando los dedos sobre la mesa. Había un aire de resolución en su postura, como si estuviera preparado para lanzar su contraataque filosófico. —Hermiscles, debo admitir que tus planteamientos son hábiles. Pero hay algo fundamental que no puedo aceptar: tu insistencia en que la verdad es un camino y no un destino. Eso implica que nunca podremos saber si lo que creemos es realmente cierto. ¿No te parece que eso nos condena a una incertidumbre eterna?

Hermiscles, quien había estado observando a Jhon con una mirada serena, movió lentamente su taza de café, ahora vacía, hacia un lado. —¿Y qué hay de malo en la incertidumbre, Jhon? La vida, tal como la conocemos, es inherentemente incierta. Incluso las certezas que tanto valoras están sujetas al cambio. Si algo es una constante en nuestra existencia, es precisamente la incertidumbre.

Jhon negó con la cabeza, su expresión era una mezcla de frustración y determinación. —Eso puede ser cierto en un nivel práctico, pero no significa que debamos aceptarlo como suficiente. La humanidad no se ha conformado con la incertidumbre; hemos buscado respuestas, encontrado patrones y construido conocimiento. Ese es el propósito de la filosofía, de la ciencia. No aceptar el caos, sino dominarlo.

Hermiscles inclinó ligeramente la cabeza, sus ojos brillando con algo que parecía una mezcla de respeto y curiosidad. —Dominar el caos… Es una aspiración noble, sin duda. Pero dime, Jhon, ¿qué ocurre cuando el caos no puede ser dominado, cuando se convierte en algo que simplemente debemos experimentar? ¿Qué sentido tiene la búsqueda de un control absoluto cuando la esencia misma de nuestra existencia desafía esa idea?

La pregunta dejó a Jhon en silencio por un momento. Era un terreno que prefería evitar, porque sabía que enfrentarlo significaba cuestionar los fundamentos de sus propias creencias. Finalmente, tomó aire y respondió con firmeza. —Cuando enfrentamos algo que no podemos controlar, lo observamos, lo estudiamos, lo comprendemos. Ese es el proceso que nos permite encontrar sentido en lo que inicialmente parece incomprensible.

Hermiscles asintió, como si esperara esa respuesta. —Y sin embargo, hay cosas que escapan incluso a nuestra capacidad de comprender. La muerte, por ejemplo. No importa cuánto la estudiemos, siempre hay un velo que no podemos levantar. ¿Te has preguntado por qué, Jhon? ¿Por qué existe ese límite, esa barrera que parece querer recordarnos que no lo sabemos todo?

Las palabras del mago cayeron como una piedra en el agua, creando ondas que se extendieron por la mente de Jhon. Había pasado gran parte de su vida rechazando cualquier cosa que sugiriera límites a la comprensión humana, pero ahora no podía ignorar la sensación de que Hermiscles estaba tocando una verdad que había preferido evitar.

—Esos límites —dijo finalmente, su voz más baja ahora, casi un murmullo— no son más que un desafío. Nos recuerdan que siempre hay algo más por descubrir.

—¿Y qué pasa si no todo está destinado a ser descubierto? —preguntó Hermiscles, sus palabras llenas de una calma inquietante—. ¿Qué pasa si hay cosas que solo pueden ser aceptadas, no entendidas?

El silencio volvió a llenar el café, un silencio que era más que la ausencia de sonido; era un vacío cargado de preguntas. Jhon, por primera vez, sintió que no tenía una respuesta inmediata, y esa ausencia de palabras era más desconcertante que cualquier argumento que Hermiscles hubiera presentado.

Capítulo 23: La grieta se ensancha

Jhon exhaló lentamente, sintiendo cómo el peso de la conversación se acumulaba en su mente. Hermiscles seguía mirándolo con una paciencia inquietante, esperando sin prisa a que el filósofo procesara la última pregunta.

¿Qué pasa si hay cosas que solo pueden ser aceptadas, no entendidas?

Era una idea que chocaba directamente contra la estructura de pensamiento que Jhon había cultivado toda su vida. Había dedicado años a la lógica, a la razón, al método. Comprender era la única vía legítima para navegar la existencia. La idea de aceptar algo sin entenderlo… Era casi un insulto a su disciplina.

Se pasó una mano por el rostro, como si quisiera despejar la niebla que ahora nublaba su interior. Tenía que responder, tenía que encontrar una forma de desmontar la afirmación de Hermiscles. Pero, por alguna razón, la formulación de su contraargumento se volvía más difícil de lo habitual.

—Aceptar algo sin entenderlo es renunciar a la búsqueda —dijo finalmente, intentando recuperar su postura firme—. Y la renuncia al conocimiento es el primer paso hacia la ignorancia. No podemos simplemente aceptar lo incomprensible sin antes haber hecho todo lo posible por explicarlo.

Hermiscles no mostró desacuerdo ni aprobación. Se limitó a girar su taza entre los dedos, como si el movimiento le ayudara a medir el impacto de las palabras de Jhon.

—¿Estás seguro de que la ignorancia es el único destino de aquello que no entendemos? —preguntó, con una voz que parecía medir cada palabra—. Piénsalo, Jhon. Hay fenómenos que han existido por siglos antes de que pudiéramos explicarlos. Hubo un tiempo en el que la gravedad era solo una sensación, una observación sin lógica detrás. Pero aunque no se comprendiera, existía.

Jhon se inclinó hacia adelante, aferrándose a la idea que acababa de formular. —Sí, pero la diferencia es que con el tiempo encontramos explicaciones. No nos conformamos con la incertidumbre, seguimos adelante hasta que la convertimos en conocimiento.

El mago asintió, pero con una ligera sonrisa en los labios. —Entonces dime, Jhon. ¿Crees que todo en el universo está destinado a ser comprendido? ¿Que no hay barreras insuperables, ningún límite en la capacidad humana de descifrarlo todo?

Jhon frunció el ceño. Había siempre asumido que todo era susceptible de ser explicado eventualmente, pero la pregunta de Hermiscles no tenía una respuesta inmediata. Era cierto que algunos enigmas habían sido resueltos con el tiempo… Pero también había preguntas que llevaban siglos sin respuesta.

El mago percibió la vacilación en la expresión de Jhon y decidió presionar un poco más.

—Si todo pudiera ser comprendido —continuó Hermiscles—, entonces dime: ¿qué hay después de la muerte?

Jhon sintió un golpe en su interior, aunque no lo mostró. La muerte. La frontera última. La pregunta más antigua de todas.

No respondió de inmediato. Porque, en el fondo, él mismo no lo sabía.

Capítulo 24: La sombra de lo desconocido

Jhon permaneció en silencio, con la mirada fija en la taza vacía frente a él. La pregunta de Hermiscles seguía resonando en su mente, como un eco interminable que iba y venía: ¿qué hay después de la muerte? Era una cuestión que había evitado deliberadamente durante años. Su filosofía materialista le permitía descartar el tema con una respuesta sencilla: nada. Sin embargo, frente a Hermiscles, esa respuesta se sentía vacía, insuficiente.

—No creo que haya nada —dijo finalmente, levantando la vista hacia el mago—. La muerte es el final. No hay nada más allá, ninguna conciencia, ningún “lugar”. Simplemente dejamos de existir.

Hermiscles asintió lentamente, pero su expresión no mostró ni aprobación ni desacuerdo. Parecía más interesado en las palabras de Jhon que en juzgarlas. —Es una respuesta válida, Jhon. Pero dime, ¿eso te satisface? ¿Realmente crees que el vacío absoluto es el único final posible? ¿O es solo la respuesta más sencilla, la que requiere menos preguntas?

Jhon frunció el ceño, sintiendo cómo una chispa de irritación comenzaba a encenderse dentro de él. —No se trata de lo que me “satisfaga”, Hermiscles. Se trata de lo que es lógico. No hay evidencia de nada más allá de la muerte, así que no hay razón para suponer que exista algo más. Hacerlo sería inventar una fantasía para sentirnos mejor.

Hermiscles apoyó una mano sobre la mesa, sus dedos trazando un pequeño círculo invisible. —¿Y qué ocurre con las experiencias que no pueden explicarse con la lógica? ¿Los sueños, las intuiciones, las conexiones que no parecen tener un origen claro? ¿Los descartas también, simplemente porque no encajan en tu marco de referencia?

Jhon suspiró con frustración, pero no pudo evitar que la pregunta calara en su mente. —Los sueños y las intuiciones son procesos del cerebro, Hermiscles. Respuestas químicas y eléctricas a estímulos internos o externos. No hay nada místico en ellos.

—Tal vez no haya nada “místico” —replicó Hermiscles, con una voz que parecía acariciar las palabras—. Pero eso no significa que no sean importantes. Incluso si solo son procesos del cerebro, ¿no crees que podrían contener pistas sobre algo más profundo, algo que trasciende lo que podemos medir?

Jhon apretó los labios, sintiendo que la conversación estaba tomando un rumbo que no le agradaba. Sin embargo, no podía negar que Hermiscles tenía un talento inquietante para plantear preguntas que se quedaban incrustadas en su mente como astillas. Tomó su taza, ahora llena gracias a la camarera que había pasado fugazmente sin que él lo notara, y dio un sorbo, intentando ganar tiempo.

—No estoy diciendo que esas experiencias no sean importantes —dijo finalmente—. Pero no creo que apunten a algo “más profundo”. Simplemente son parte de la complejidad de la mente humana. No necesitamos buscar significados ocultos donde no los hay.

Hermiscles inclinó la cabeza, su mirada fija en Jhon con una intensidad que no era confrontativa, pero sí penetrante. —Y sin embargo, aquí estás, Jhon. Buscando respuestas, planteando preguntas que no tendrías si realmente creyeras que todo está resuelto. Tal vez, en el fondo, reconoces que hay más de lo que parece, aunque aún no estés listo para aceptarlo.

El filósofo no supo qué responder. Parte de él quería rechazar las palabras del mago, pero otra parte, más profunda, se preguntaba si tal vez tenía razón. ¿Qué lo había llevado a este lugar, a esta conversación? ¿Por qué no podía simplemente seguir con su vida y olvidar todo lo que Hermiscles había planteado?

El silencio que siguió no fue incómodo. Fue un espacio cargado de reflexiones no dichas, como si ambos hombres supieran que las palabras no eran suficientes para responder a las preguntas que colgaban en el aire.

Capítulo 25: Los bordes de la razón

Jhon permanecía callado, pero no porque hubiera aceptado lo que Hermiscles decía. Su mente trabajaba frenéticamente, tratando de encontrar una grieta, un resquicio por donde desmontar los argumentos del mago. Siempre había creído que la razón era su mayor fortaleza, pero ahora sentía que cada argumento lógico que proponía era absorbido y transformado en nuevas preguntas que lo llevaban más lejos de cualquier certeza.

—Sabes, Hermiscles —comenzó, rompiendo el silencio con una voz más tranquila que antes—, lo que haces es interesante. No niegas mis puntos, pero tampoco los aceptas. En cambio, los retuerces para presentarlos desde otro ángulo, como si la respuesta estuviera en algún lugar al que solo tú puedes ver. Pero, ¿no crees que eso te hace tan subjetivo como cualquier otra cosa que criticas?

Hermiscles esbozó una sonrisa que apenas curvó las comisuras de sus labios. —Es posible, Jhon. Pero la subjetividad no es enemiga de la verdad. A veces, para acercarnos a la esencia de algo, debemos permitirnos explorar desde múltiples perspectivas, incluso si esas perspectivas no son fáciles de medir o definir.

Jhon se inclinó hacia adelante, su tono más firme ahora. —Eso es evasivo. Necesitamos puntos de referencia claros, cosas que podamos acordar como verdades objetivas. Sin ellas, cualquier conversación se convierte en una maraña de interpretaciones sin sentido.

El mago asintió, como si considerara las palabras de Jhon con la misma seriedad que él las había pronunciado. —Es cierto, Jhon. Los puntos de referencia son útiles. Nos dan dirección, nos ayudan a orientarnos. Pero, ¿qué ocurre cuando esos puntos de referencia ya no son suficientes? ¿Cuando lo que creíamos cierto se ve superado por algo que no encaja en nuestros mapas?

Jhon frunció el ceño. —Entonces encontramos nuevos puntos de referencia. Eso es lo que hacemos como seres racionales. Ajustamos nuestras creencias a medida que descubrimos más sobre el mundo.

—Y en ese ajuste, ¿nunca has sentido que hay algo que siempre permanece fuera de alcance? —preguntó Hermiscles, con una voz suave pero cargada de intención—. No importa cuánto ampliemos nuestros mapas, siempre parece haber un horizonte más allá. Algo que no podemos alcanzar del todo, pero que, de alguna manera, sabemos que está allí.

El filósofo se reclinó en su silla, procesando las palabras del mago. Sabía a qué se refería, aunque no quería admitirlo. Había experimentado esa sensación, ese tirón inexplicable hacia algo que no podía definir. Pero siempre lo había descartado como una ilusión, un reflejo de su propia mente buscando patrones donde no los había.

—Eso no prueba nada —dijo finalmente—. Es solo nuestra naturaleza como seres humanos. Somos curiosos por defecto, buscamos sentido en todo, incluso cuando no lo hay.

Hermiscles apoyó ambas manos sobre la mesa, inclinándose ligeramente hacia adelante. Por primera vez, su voz adquirió un tono más firme, aunque seguía siendo calmada. —¿Y qué si esa curiosidad no es un defecto ni una ilusión, sino una pista? ¿Un recordatorio de que hay más en la existencia de lo que podemos captar en un momento dado? Tal vez no es que busquemos sentido donde no lo hay, sino que estamos respondiendo a un llamado, a algo que siempre ha estado ahí, esperando ser descubierto.

Las palabras cayeron sobre Jhon como una ola, arrastrándolo hacia un lugar que no quería visitar. Se sintió como si estuviera de pie al borde de un abismo, mirando hacia algo que no podía ver pero que sabía que estaba allí. Tomó un sorbo de café, más como un gesto automático que como algo consciente, y se dio cuenta de que no sabía cómo responder.

El silencio entre ellos fue profundo esta vez, no porque faltaran palabras, sino porque ambos hombres sabían que las próximas serían decisivas. Jhon miró a Hermiscles, sintiendo por primera vez que tal vez no estaba discutiendo con un hombre, sino con una idea, una manifestación de algo que había estado dentro de él todo el tiempo.

Capítulo 26: El reflejo de las palabras

El silencio entre Jhon y Hermiscles era casi palpable, cargado de todas las preguntas que se habían formulado, pero también de las que aún no habían encontrado el valor para pronunciarse. El café, aunque presente, había pasado a un segundo plano. El entorno parecía diluirse ante la intensidad del intercambio, dejando solo a los dos hombres y sus ideas como los únicos elementos realmente importantes.

Jhon respiró hondo, sintiendo cómo su mente luchaba entre la lógica que siempre había defendido y la incómoda sensación de que Hermiscles estaba desafiando algo más profundo, algo que iba más allá de sus argumentos. Finalmente, decidió tomar la ofensiva.

—Hay algo en tus palabras, Hermiscles, que me molesta profundamente —comenzó, con un tono firme pero controlado—. Hablas de caminos, de horizontes, de lo desconocido. Pero todo eso no son más que metáforas. La vida no está hecha de metáforas, está hecha de hechos. La filosofía no debería ser un ejercicio poético, sino una herramienta para entender la realidad.

Hermiscles lo observó con una sonrisa serena, pero detrás de esa calma había algo que sugería que estaba dispuesto a desafiar las afirmaciones de Jhon. —¿Y qué ocurre cuando los hechos no son suficientes para capturar la experiencia humana? —preguntó, su tono más incisivo ahora—. ¿Crees que todo lo que somos, todo lo que sentimos, puede reducirse a datos medibles y observables?

Jhon se enderezó en su silla, cruzando los brazos sobre el pecho. —Sí, absolutamente. Todo lo que sentimos, todo lo que somos, tiene una base material. Incluso nuestras emociones, nuestras decisiones, nuestras aspiraciones… Todo es producto de procesos químicos y eléctricos en el cerebro. No hay magia en ello.

Hermiscles inclinó la cabeza, como si estuviera estudiando las palabras de Jhon desde múltiples ángulos. —Esa es una perspectiva válida, Jhon. Pero déjame preguntarte esto: si todo lo que somos puede reducirse a procesos físicos, ¿por qué seguimos buscando más? ¿Por qué seguimos explorando, preguntándonos, imaginando? ¿Es también un proceso químico, o hay algo más?

Jhon no respondió de inmediato. Sabía que la imaginación, la curiosidad, la creatividad, eran productos de la mente, pero había algo en la pregunta de Hermiscles que parecía apuntar a un lugar más profundo, a un espacio dentro de él que prefería evitar. Finalmente, decidió recuperar su postura lógica.

—La curiosidad y la imaginación son herramientas evolutivas —respondió—. Nos han permitido adaptarnos, sobrevivir, avanzar. No son más que mecanismos diseñados para ayudarnos a navegar por el mundo, no señales de algo trascendental.

Hermiscles asintió lentamente, como si reconociera la solidez de la respuesta, pero su mirada no perdió esa intensidad que parecía invitar a Jhon a mirar más allá de sus propias palabras. —Tal vez. Pero déjame plantearte otra pregunta: ¿y si esos mecanismos, esas herramientas, fueran parte de algo más grande? No solo medios para sobrevivir, sino ventanas hacia una realidad que aún no hemos comprendido del todo.

Jhon apretó los labios, sintiendo cómo la conversación lo llevaba a terrenos cada vez más inciertos. Por primera vez, se dio cuenta de que no estaba debatiendo con Hermiscles para ganar, sino porque las preguntas del mago estaban provocando algo dentro de él, algo que no podía ignorar. Tomó otro sorbo de café, pero no sabía si el acto era para calmar su mente o simplemente para distraerse.

El mago lo observó en silencio, pero sus ojos decían mucho más de lo que sus palabras podían expresar. Jhon, por primera vez en toda la conversación, sintió que las respuestas tal vez no eran lo más importante. Tal vez, lo esencial estaba en las preguntas mismas, en lo que revelaban sobre su propia forma de pensar, sobre los límites que él mismo había construido a lo largo de los años.

Capítulo 27: El peso del vacío

Jhon se levantó de la mesa, sintiendo que sus pensamientos eran un torbellino difícil de controlar. Había llegado al café buscando respuestas, y aunque Hermiscles le había ofrecido preguntas aún más desafiantes, no podía quedarse allí para siempre. Necesitaba salir, respirar, volver a la familiaridad de su hogar para recuperar algo de estabilidad. Sin decir una palabra, dejó unas monedas sobre la mesa para pagar el café y se dirigió hacia la puerta, sin mirar atrás.

Hermiscles lo observó mientras se alejaba, pero no dijo nada. Era como si supiera que esta partida no era realmente un final, sino una pausa en un proceso que aún estaba lejos de completarse.

Al salir del café, el aire frío de la noche lo golpeó con fuerza, como si el mundo exterior quisiera recordarle su presencia. Jhon se detuvo un instante en la acera, respirando profundamente. Pero en lugar de sentirse revitalizado, experimentó algo extraño, algo que ya había sentido antes: una sensación de debilidad, como si el simple acto de alejarse del café lo estuviera despojando de algo esencial.

Su cuerpo no parecía afectado físicamente, pero su mente estaba abrumada. Todo parecía demasiado brillante y demasiado oscuro al mismo tiempo; los sonidos de los autos y el murmullo de la ciudad eran más fuertes de lo habitual, pero al mismo tiempo distantes, irreales. Jhon se llevó una mano a la frente, intentando despejar esa sensación, pero era inútil. Era como si el lugar que acababa de abandonar hubiera tenido un efecto en él que no podía explicar ni controlar.

Comenzó a caminar hacia su casa, dejando que sus pasos lo llevaran automáticamente por las calles familiares. A medida que avanzaba, esa sensación extraña seguía creciendo, como un peso invisible que se acumulaba en su pecho. El aire parecía más pesado, más denso, y cada esquina que doblaba parecía un eco del lugar que había dejado atrás. Se preguntó si Hermiscles tenía algo que ver con esto, si el mago había hecho algo durante su conversación que ahora lo perseguía fuera del café.

Finalmente, llegó a la puerta de su casa, sintiéndose más agotado que después de una larga jornada de trabajo. Miró el edificio con ojos cansados, pero no se movió de inmediato para entrar. Algo lo detenía, una intuición que no podía ignorar. Era como si el umbral entre el exterior y su hogar estuviera cargado de algo desconocido, algo que no sabía si quería enfrentar.

El peso en su pecho se intensificó, y Jhon se quedó allí, frente a la puerta, sin dar el siguiente paso. La noche se volvió más silenciosa, el mundo más distante, mientras la figura de Jhon se mantenía estática, atrapada en ese momento de suspenso.

Capítulo 28: Detrás de la puerta

La llave giró con facilidad, como siempre lo había hecho. Jhon empujó la puerta y entró, esperando encontrar su refugio habitual, el lugar que conocía como una extensión de sí mismo. Pero, al cruzar el umbral, sintió que algo estaba profundamente mal.

La luz del recibidor era más tenue de lo que recordaba, aunque no había cambiado las bombillas recientemente. El aire tenía un aroma extraño, como a madera recién barnizada, algo que no encajaba con el desorden familiar que solía caracterizar su hogar. Jhon frunció el ceño mientras avanzaba unos pasos, y fue entonces cuando lo golpeó: nada era como debía ser.

La alfombra deshilachada que había heredado de su abuela ya no estaba. En su lugar, había un brillante piso de madera que reflejaba las luces cálidas de una lámpara que él no reconocía. La mesa de centro que siempre estaba cubierta de libros y papeles desordenados había desaparecido, reemplazada por un elegante juego de muebles que parecía recién comprado.

Y entonces, escuchó las voces.

—¡Papá! ¡Hay un hombre aquí! —gritó una voz aguda, una niña de no más de seis años que apareció desde la sala con los ojos muy abiertos.

Jhon se quedó inmóvil, su mente luchando por procesar lo que veía. Una niña. ¿Qué hacía una niña en su casa? ¿Y por qué parecía tan aterrorizada? Antes de que pudiera decir algo, un hombre regordete con el rostro enrojecido apareció detrás de la niña, su expresión pasando del desconcierto a la furia en cuestión de segundos.

—¡¿Quién demonios es usted?! —rugió el hombre, colocando a la niña detrás de él y avanzando hacia Jhon con pasos decididos—. ¡¿Qué hace aquí?! ¡Esta es mi casa!

Jhon retrocedió instintivamente, levantando las manos en señal de calma. —¡Espere! Esto es un malentendido. Esta es mi casa, yo vivo aquí. No sé quién es usted, pero…

—¿¡Su casa!? —interrumpió el hombre, señalando la puerta abierta detrás de Jhon—. ¡Yo compré esta casa hace meses! ¡Mi familia y yo vivimos aquí! ¡Salga antes de que llame a la policía!

Jhon miró a su alrededor con desesperación, buscando algo, cualquier cosa que demostrara que tenía razón. Pero todo había cambiado. Las paredes estaban pintadas de un color que no reconocía. Las decoraciones, los muebles, todo era completamente ajeno. Incluso el olor del lugar era diferente, como si el tiempo mismo se hubiera deformado a su alrededor.

—Eso no es posible —murmuró, más para sí mismo que para el hombre—. Yo estaba aquí ayer. Este es mi hogar. Mis cosas, mi cama…

—¡No sé qué está diciendo! —gritó el hombre, poniéndose entre Jhon y el resto de la casa—. ¡Largo de aquí, ahora!

Una mujer apareció en el pasillo, con expresión alarmada y un teléfono en la mano. —¿Qué está pasando, Dan? ¿Quién es este hombre?

—¡Un intruso! —respondió el hombre, ahora completamente furioso—. Dice que vive aquí, pero está loco. ¡Voy a…!

—¡No estoy loco! —exclamó Jhon, su voz temblando de indignación y confusión—. Esta es mi casa. Vivo aquí, en este edificio. Esta es mi dirección.

La mujer miró a su esposo con incertidumbre, pero sus ojos se llenaron de miedo al ver el desconcierto en Jhon. —¿Llamo a la policía?

—¡Por favor, no! —dijo Jhon, dando un paso atrás mientras levantaba las manos nuevamente. Su mente era un torbellino. Nada tenía sentido. ¿Cómo podía haber cambiado tanto en tan poco tiempo? Era como si hubiera cruzado un umbral que lo había llevado a otra realidad.

Miró al hombre, al rostro de ira y miedo que lo confrontaba, y finalmente bajó la mirada. La verdad lo golpeó con fuerza, como un golpe directo al pecho: esta ya no era su casa. Todo lo que conocía había desaparecido.

Dio un paso atrás, luego otro, tropezando ligeramente con la puerta. —Lo siento… —murmuró, sin mirar a ninguno de ellos—. No sé qué está pasando.

Antes de que el hombre pudiera responder, Jhon giró sobre sus talones y salió corriendo al pasillo. Cerró la puerta detrás de él, quedándose un momento inmóvil mientras trataba de calmar su respiración. El aire era frío, pero su mente ardía con preguntas sin respuesta.

¿Qué acababa de suceder? ¿Cómo era posible que todo hubiera cambiado en un solo día? Jhon bajó la mirada hacia sus manos, como si buscara alguna señal en ellas, algo que pudiera explicarlo. Pero no había nada. Solo un vacío que crecía dentro de él, haciéndolo sentirse más perdido que nunca.

Capítulo 29: Entre la lógica y el abismo

Jhon se dejó caer sobre los escalones del edificio, con la mirada perdida y las manos temblorosas apoyadas sobre sus rodillas. El frío de la noche parecía filtrarse directamente en su piel, pero no fue eso lo que lo hizo estremecerse, sino la absoluta incredulidad de lo que acababa de suceder. ¿Cómo podía ser posible?

La lluvia comenzó a caer en gotas finas, apenas un susurro en el aire al principio, pero pronto transformándose en una cortina persistente que humedeció su cabello y sus ropas. Jhon ni siquiera intentó protegerse. Se quedó allí, dejando que la lluvia lo envolviera, como si el agua pudiera aclarar el caos que llenaba su mente.

—No puede ser… —murmuró para sí mismo, su voz apenas audible por encima del ruido del agua golpeando el concreto. Esa era su casa. Había vivido allí durante años. Conocía cada rincón, cada grieta en las paredes, cada pequeño detalle que hacía de ese lugar su hogar. Pero todo había cambiado, como si lo hubieran arrancado de una realidad y lo hubieran arrojado a otra.

El pensamiento de Hermiscles cruzó su mente como un relámpago. ¿Y si todo esto era una especie de truco? Desde que conoció al mago, su mundo parecía haber perdido estabilidad, como si cada paso que daba lejos de él lo llevara a un terreno más incierto. Jhon apretó los dientes, sintiendo una oleada de indignación.

—¡Esto tiene que ser su culpa! —gruñó, golpeando con un puño cerrado el borde frío de la escalera. Era demasiado coincidente. Todo había comenzado con esa conversación en el café, con las palabras de Hermiscles insinuando mundos más allá de su entendimiento, con la forma en que el mago parecía manipular el mismo aire que los rodeaba.

Pero entonces, otra voz surgió en su interior, más razonable, más escéptica. “¿Qué estás diciendo, Jhon? Hermiscles no tiene poderes. Es solo un viejo con metáforas elegantes y preguntas difíciles. Esto no tiene nada que ver con él.”

Esa idea lo detuvo. Se obligó a respirar profundamente, a contener la ira y dejar que la lógica tomara el control. Hermiscles no podía ser responsable. Todo esto tenía que tener una explicación racional. Quizás el regreso a casa lo había abrumado, quizás su mente estaba jugando trucos debido al cansancio y a la intensidad del día. Sí, eso debía ser.

El razonamiento comenzó a calmarlo, pero no lo liberó por completo de la duda. ¿Y si todo esto era real? ¿Y si esa familia realmente vivía allí y él simplemente estaba… deslizándose hacia la locura? Sacudió la cabeza con fuerza, rechazando la idea. No podía aceptar algo tan improbable.

—Solo hay una forma de saberlo —se dijo, poniéndose de pie de manera tambaleante. Sus piernas estaban rígidas por el frío, pero reunió toda la determinación que le quedaba y volvió a subir los escalones. Miró la puerta de su apartamento, la misma que había atravesado cientos de veces antes, y la llave que todavía sostenía en su mano.

“Esto no puede estar pasando,” pensó mientras metía la llave en la cerradura. Giró lentamente, casi temiendo lo que encontraría al otro lado. La puerta se abrió con un leve chirrido, y Jhon sostuvo la respiración al dar el primer paso adentro.

Lo que vio lo dejó helado.

El desorden familiar estaba allí: los papeles esparcidos sobre la mesa, la alfombra deshilachada que nunca había reemplazado, los libros apilados en el estante de forma descuidada. Todo estaba exactamente como lo había dejado.

Se quedó inmóvil en el umbral, incapaz de moverse mientras su mente luchaba por procesar lo que veía. Era su casa. Era su hogar.

Jhon cerró los ojos por un momento, luego los abrió lentamente, como si esperara que todo desapareciera. Pero nada cambió. Todo estaba exactamente como debía estar.

Y, sin embargo, una sensación de irrealidad persistía, como si lo que tenía frente a él no pudiera ser completamente confiable. El nudo en su pecho no desapareció; en todo caso, se hizo más apretado.

La puerta permaneció abierta detrás de él, dejando que el aire frío de la lluvia lo alcanzara mientras se quedaba allí, atrapado entre el alivio y el desconcierto, preguntándose si la realidad a su alrededor era tan sólida como siempre había creído.

Capítulo 30: El eco de la locura

La mañana llegó más rápido de lo que Jhon esperaba. La luz del sol filtrándose por las persianas tuvo un efecto casi irritante, como si su rutina insistiera en arrastrarlo hacia un día normal mientras su mente seguía atrapada en la maraña de preguntas y dudas que lo acosaban desde la noche anterior. Había dormido poco, su cabeza dando vueltas constantemente alrededor del incidente en su apartamento, la familia que lo había confrontado, y el inexplicable hecho de que, al regresar, todo estuviera normal.

Sentado al borde de su cama, Jhon miró sus manos, como si buscara alguna prueba de que estaba realmente allí, de que su existencia aún tenía coherencia. “Tal vez estoy perdiendo la cabeza,” pensó, sintiendo un nudo formarse en su garganta. Era una idea que no quería considerar, pero que parecía cada vez más inevitable. ¿Y si todo lo que había vivido en las últimas semanas era solo una construcción de su propia mente?

Se puso de pie lentamente, decidido a ignorar esa espiral de pensamiento. Hoy, iría al trabajo como siempre, haría lo que tenía que hacer y retomaría su rutina. El mundo seguiría adelante, y él también.

El trayecto hacia la oficina fue sorprendentemente mundano. Las calles estaban llenas de los mismos autos, las mismas caras, los mismos sonidos que veía cada día. Nada parecía fuera de lugar. Jhon se obligó a tomar esto como una señal positiva; tal vez, después de todo, el café y Hermiscles no tenían nada que ver con lo que había sucedido. Todo había sido una coincidencia, una confusión.

Sin embargo, esa certeza no duró mucho. Cuando entró a la oficina, las cosas comenzaron a sentirse ligeramente… diferentes. Los rostros conocidos de sus compañeros estaban allí, pero había algo en sus expresiones que le incomodaba. Algunos parecían mirarlo de reojo, como si notaran algo extraño en él pero no quisieran decir nada. Otros lo saludaron con palabras cortas, casi mecánicas, y regresaron rápidamente a sus tareas.

Jhon sacudió la cabeza, rechazando la inquietud que se arrastraba por su mente. “Estoy imaginando cosas,” se dijo. “Todo está bien. Solo necesito concentrarme.”

Se sentó en su escritorio, encendió su computadora y comenzó a revisar los correos electrónicos, tratando de sumergirse en la rutina que siempre había sido su refugio. Pero no podía ignorar el peso en su pecho, esa sensación persistente de que algo seguía fuera de lugar, aunque no pudiera identificar qué era.

A medida que avanzaba la mañana, su mente comenzó a divagar. Recordó a Hermiscles, la calma perturbadora del mago, sus palabras llenas de enigmas y metáforas que nunca parecían ofrecer respuestas claras. “Fue él,” pensó, sintiendo una mezcla de miedo e ira. “Ese viejo me ha llenado la cabeza de ideas absurdas. Desde que hablé con él, todo ha estado mal. No puedo volver a ese lugar.”

La idea de regresar al café lo hacía sentir casi físicamente enfermo. Era como si el lugar tuviera una influencia maligna sobre él, como si cada vez que cruzaba su puerta, algo terrible estuviera esperando para ocurrir. Jhon se obligó a decidir: no volvería nunca más.

Pero entonces, otra parte de su mente lo cuestionó. ¿Y si eso no resolvía nada? ¿Y si todo lo que estaba experimentando seguía ocurriendo, con o sin Hermiscles? Esa posibilidad lo inquietaba profundamente, pero no podía hacer nada más que aferrarse a la lógica que tanto valoraba. “Lo que está sucediendo es mi propia mente jugando conmigo. Necesito ayuda, no más conversaciones con magos desquiciados.”

El pensamiento de buscar ayuda profesional se instaló en su mente como una posibilidad tangible. Un psiquiatra podría ofrecerle claridad, una explicación científica para todo lo que estaba experimentando. Pero incluso esa idea lo hacía sentir incómodo. Si admitía que necesitaba ayuda, estaría aceptando que tal vez realmente estaba perdiendo la cordura.

La tensión dentro de él seguía creciendo, como si el mundo estuviera presionando todos los bordes de su mente. Se inclinó hacia adelante en su silla, colocando las manos sobre su escritorio, tratando de calmarse. Todo estaba normal. Todo estaba bien. Solo necesitaba concentrarse.

Pero una pequeña voz dentro de él seguía susurrando: “¿Qué pasa si no lo está? ¿Qué pasa si el mago tenía razón, si hay algo más allá de lo que puedes ver?”

Jhon cerró los ojos, tratando de bloquear esa voz, de mantenerla fuera. Hoy no era el día para preguntas. Hoy era el día para recuperar el control.

Capítulo 31: El velo de la normalidad

Jhon tomó la decisión con firmeza. Necesitaba respuestas racionales. No podía seguir sumergiéndose en un océano de incertidumbre, esperando que la realidad se estabilizara por sí sola. Un psiquiatra le ofrecería claridad, le ayudaría a entender lo que estaba ocurriendo.

Cuando entró en el consultorio, sintió un leve alivio por primera vez en semanas. El lugar era exactamente lo que esperaba: una oficina sencilla, paredes de tonos neutros, un escritorio con montones de papeles ordenados meticulosamente, y detrás de él, un hombre de edad madura con gafas y expresión analítica.

—Por favor, tome asiento —le dijo el doctor, observándolo con interés mientras Jhon se hundía en el sofá de cuero.

Por un instante, dudó. ¿Cómo podía explicar lo que estaba pasando sin sonar como un loco? Pero se obligó a hacerlo. Habló de la familia en su casa, de cómo todo cambió cuando regresó, de la sensación persistente de que algo no encajaba en su entorno. No mencionó a Hermiscles. Eso parecía irrelevante.

El psiquiatra asintió lentamente, anotando cosas en su libreta antes de responder.

—Es claro que ha estado sometido a un gran estrés, Jhon. La mente puede reaccionar de maneras inesperadas. Las experiencias que describe pueden ser síntomas de una disociación provocada por ansiedad extrema. ¿Ha experimentado cambios en su rutina últimamente?

Jhon consideró la pregunta. Sí, claro. Todo lo que había vivido desde el encuentro con Hermiscles era un cambio. Pero no podía dejar que el mago ocupara espacio en esta conversación. Esto tenía que tener una explicación médica.

—Tal vez. Mi trabajo ha sido agotador, y… ha habido algunas situaciones fuera de lo común —admitió, queriendo sonar racional.

El doctor asintió otra vez, como si esa respuesta confirmara su hipótesis. —Puede ser simplemente una reacción de su mente intentando estabilizarse. Vamos a trabajar en ello. Si nota algo fuera de lo normal, anótelo. Analizaremos cada caso.

Jhon salió del consultorio sintiéndose más ligero. Había una explicación. Su mente estaba respondiendo al estrés, pero eso podía tratarse. El psiquiatra no le dijo que estaba loco, ni que algo sobrenatural estaba ocurriendo. Era solo su percepción, un error que podía corregirse.

Días pasaron, y todo pareció estabilizarse. Rutina, trabajo, normalidad. Jhon sintió que se estaba recuperando, que la consulta realmente había sido el primer paso para salir de ese estado de inquietud.

Pero entonces, comenzaron a pasar cosas pequeñas.

Detalles que, de alguna manera, no encajaban.

El reloj de la oficina parecía adelantar cinco minutos todos los días, aunque nadie lo ajustara. Cada vez que Jhon lo miraba, marcaba una hora ligeramente distinta a la que él recordaba haber visto antes.

Los mensajes en su computadora a veces aparecían con fechas incorrectas. Un correo enviado hace un día decía haber sido escrito hace una semana.

Las conversaciones con sus compañeros de trabajo se sentían diferentes. En un momento, alguien mencionaba haber ido a cierto restaurante el viernes pasado, pero luego, en otro día, aseguraba que había estado fuera de la ciudad ese mismo viernes.

Jhon no decía nada. Se decía a sí mismo que era solo su percepción. Pero cada vez que notaba uno de estos detalles, una incomodidad se apoderaba de su pecho. Era como si la realidad estuviera deslizándose de manera imperceptible.

Así que volvió al psiquiatra. Más decidido.

—Doctor —dijo, apenas se sentó—, necesito respuestas más claras. Estoy viendo cosas extrañas. Pequeños detalles, inconsistencias en el tiempo, en la memoria de las personas. Esto no puede ser solo mi imaginación.

El psiquiatra lo observó con calma. —Jhon, la mente humana procesa la realidad de manera imperfecta. A veces, pequeños errores perceptivos pueden volverse más notables cuando estamos demasiado atentos. Puede ser un efecto del estado de ansiedad en el que ha estado.

Jhon apretó los labios, sintiendo frustración. Necesitaba más que solo explicaciones sobre percepción.

—Pero si el problema es mi percepción —insistió—, ¿por qué todo parece estar bien la mayor parte del tiempo? Solo hay ciertos momentos, ciertos detalles que… se sienten mal. Como si fueran… grietas.

El doctor lo miró con una expresión más inquisitiva esta vez. Estaba analizándolo.

—¿Grietas en qué sentido?

Jhon no supo cómo responder de inmediato. No podía describirlo con precisión. Pero en su mente, la idea estaba clara: grietas en la realidad misma.

El doctor anotó algo en su libreta y exhaló con calma. —Jhon, todo lo que me cuenta tiene sentido desde una perspectiva psicológica. Pero si esto le preocupa, debemos profundizar más en su estado emocional. Lo ayudaremos a comprender lo que está pasando.

Jhon quería confiar en el psiquiatra. Quería creer que todo esto podía explicarse.

Pero, por alguna razón, cada vez que salía de la consulta, la sensación de que algo estaba mal solo crecía más.

Capítulo 32: Fragmentos de una realidad rota

La noche cayó como un manto pesado sobre Jhon. Se acostó con la intención de olvidar todo lo que había ocurrido durante el día, de reiniciar su mente y convencerse de que todo, absolutamente todo, tenía una explicación racional. Pero entonces, llegó el sueño.

Primero fue el silencio. Un vacío absoluto, sin ruido, sin luz, sin movimiento.

Luego, el sonido de pasos. Lejanos. Lentos.

Jhon estaba de pie en un pasillo interminable, con las paredes cubiertas por espejos que reflejaban su imagen desde todos los ángulos posibles. Pero algo estaba mal. Sus reflejos no eran sincronizados. Se movían con un ligero retraso, algunos de ellos giraban la cabeza en direcciones opuestas, otros parecían mirarlo con una expresión que él no reconocía como propia.

Siguió caminando. Cada paso que daba resonaba en el suelo de manera extraña, como si el espacio en el que se encontraba fuera hueco, como si no estuviera realmente ahí.

Y entonces, lo vio. Una figura al final del pasillo.

Al principio, parecía una sombra apenas perceptible. Pero cuando Jhon avanzó, la silueta se hizo más clara. Era él.

Un segundo Jhon. Pero con la piel grisácea, los ojos hundidos, el cuerpo rígido como si estuviera hecho de piedra.

El otro Jhon lo miró y sus labios se movieron, pero no emitió sonido alguno.

Jhon sintió que su pecho se apretaba, que algo dentro de él luchaba por salir. Y entonces, los reflejos en los espejos comenzaron a cambiar. Ya no eran su imagen. Eran versiones distorsionadas de sí mismo. Algunas con rostros que no parecían humanos. Otras con cicatrices profundas en la piel. Y una en particular, que tenía los ojos completamente negros.

Se llevó las manos a los oídos cuando un ruido ensordecedor llenó el pasillo, como si cientos de voces hablaran al mismo tiempo. Pero en medio del caos, una frase se hizo clara, susurrada en un tono tan bajo que parecía arrastrarse por su columna vertebral.

No deberías estar aquí.

Jhon despertó sobresaltado. Sudor frío en su espalda. Su respiración entrecortada.

El reloj marcaba las 6:34 a.m.

Lo ignoró. Se levantó y se preparó para el día. Hoy sería un día normal.

El trabajo lo esperaba como siempre. Al caminar por la oficina, el alivio de la rutina comenzó a filtrarse en su mente. Las mismas luces. Las mismas sillas. Los mismos monitores. Todo estaba en su lugar.

Pero cuando miró a sus compañeros, sintió que algo no encajaba. No reconocía a ninguno de ellos.

Frunció el ceño, observando a las personas a su alrededor. ¿Dónde estaban los rostros familiares?

Se acercó a su escritorio, pero al hacerlo, se detuvo abruptamente. Alguien más estaba sentado allí.

Era un hombre de mediana edad, traje pulcro, concentrado en su pantalla como si hubiera trabajado allí toda la vida. Jhon sintió un escalofrío recorrer su cuerpo.

—Disculpe —dijo con la voz seca—, este es mi lugar.

El hombre alzó la mirada con expresión confundida.

—¿Perdón?

—Este es mi escritorio. Trabajo aquí.

El hombre frunció el ceño y miró a los demás en la oficina. En ese instante, otros empleados empezaron a notar a Jhon, sus expresiones llenándose de desconcierto.

—¿Alguien conoce a este sujeto? —preguntó el hombre en su silla.

Silencio.

Las miradas sobre Jhon eran frías, inquisitivas, como si él fuera una presencia fuera de lugar.

Una mujer en el fondo se acercó cautelosamente. —Señor… esto es un área privada. No podemos permitir que esté aquí si no pertenece a la empresa.

Jhon sintió que el aire se hacía más denso, que el suelo bajo sus pies temblaba con una fragilidad inesperada.

—He trabajado aquí por años —respondió con una voz apenas firme—, esto no tiene sentido.

El hombre en el escritorio se puso de pie. —Creo que debe irse.

Jhon miró a su alrededor. No había nada que le confirmara que estaba donde debía estar. Su mundo había cambiado nuevamente.

Sin decir más, salió de la oficina, sus pasos erráticos, su respiración acelerada. ¿Qué demonios estaba pasando?

Caminó rápido, no sabía a dónde ir, pero su cuerpo lo llevó automáticamente de vuelta a su departamento. Su refugio. Allí encontraría respuestas.

Subió las escaleras, con el corazón golpeando su pecho. Metió la llave en la cerradura, giró, abrió la puerta y…

La familia estaba allí de nuevo.

El hombre regordete se levantó del sofá con furia en los ojos.

—¡¿Otra vez usted?!

Jhon se quedó inmóvil. El mundo se había roto por completo.

Capítulo 33: La espiral de la incertidumbre

La ciudad se extendía frente a Jhon como un rompecabezas que había olvidado cómo armar. Sus pasos eran rápidos, erráticos, mientras trataba de localizar el consultorio del psiquiatra que, hasta hacía poco, había sido su único refugio. Necesitaba respuestas. Necesitaba ayuda.

Pero algo estaba mal. Las calles, los edificios, incluso las señales que solían ser familiares, ahora parecían confusas, como si hubieran sido reorganizadas mientras él no miraba. Miró a su alrededor, buscando un punto de referencia, pero todo se sentía ajeno, distante. ¿Había olvidado cómo llegar? ¿O algo había cambiado de forma imperceptible?

Sacó su teléfono y navegó frenéticamente entre los contactos, buscando el número del psiquiatra. Pero la pantalla estaba vacía, los registros desaparecidos. No había evidencia de que alguna vez hubiera guardado ese número. Jhon sintió el nudo en su pecho apretarse más, y su respiración se volvió agitada. ¿Qué estaba pasando?

—¡Esto no tiene sentido! —exclamó al aire, ignorando las miradas curiosas de los transeúntes.

Caminó durante horas, perdiéndose en un laberinto de calles que deberían haber sido conocidas. El aire se volvía cada vez más pesado, y las luces de los edificios parecían parpadear de manera irregular. Cada esquina que doblaba lo llevaba a un lugar que no reconocía, como si la ciudad estuviera jugando con él, retorciendo su geografía a su alrededor.

Finalmente, se detuvo frente a una cafetería que no recordaba haber visto antes. Era imposible seguir así. Pero justo cuando estaba a punto de darse por vencido, levantó la vista y vio un edificio que le resultó familiar. El consultorio del psiquiatra.

Un relámpago de alivio recorrió su cuerpo. Corrió hacia el edificio, ignorando el frío que lo mordía, y entró con pasos apresurados. Sus ojos recorrieron la placa en la recepción: el nombre del psiquiatra seguía ahí. Todo estaba como debía estar.

—Esto tiene que ser real —susurró para sí mismo, antes de avanzar hacia la puerta del consultorio.

Abrió con manos temblorosas, sintiendo que cada segundo que pasaba era una lucha contra la desesperación. Cuando entró, el ambiente era exactamente como lo recordaba: las paredes de tonos neutros, el escritorio ordenado, y al fondo, la silla del psiquiatra frente a él. Una silueta se podía ver de espaldas.

—¡Doctor, por favor! —exclamó Jhon, casi derrumbándose sobre la silla frente al escritorio—. Estoy perdiendo la cabeza. No sé qué está pasando. Mi casa… mi trabajo… nada encaja. ¡Siento que el mundo entero se está desmoronando a mi alrededor!

La figura permaneció inmóvil por unos segundos, mientras Jhon continuaba hablando frenéticamente, desbordando todo lo que había acumulado en su mente.

—Por favor, dígame qué me pasa. ¡Necesito respuestas! ¡Ayúdeme, por favor!

Finalmente, la silla comenzó a girar. Jhon contuvo el aliento, esperando ver el rostro tranquilizador del psiquiatra.

Pero cuando la figura estuvo completamente frente a él, su mundo se detuvo.

Era Hermiscles.

La sonrisa serena del mago lo miraba directamente, como si hubiera estado esperándolo todo este tiempo. Jhon se quedó inmóvil, su cuerpo incapaz de reaccionar mientras la realidad parecía romperse una vez más.

Capítulo 34: Las palabras que rompen

Hermiscles observaba a Jhon con una calma inquietante, sus ojos llenos de una mezcla de compasión y algo más profundo, algo que parecía trascender las palabras que estaban por decirse. Jhon, sentado al borde de la silla, respiraba con dificultad, sintiendo que todo a su alrededor se desmoronaba. Todo lo que había experimentado, todo lo que había cuestionado, parecía converger en ese momento.

—Jhon —comenzó Hermiscles, su voz baja pero firme, como si cada palabra estuviera cargada de un propósito—. Tienes que escucharme con atención. Esto no es nuevo para nosotros.

Jhon frunció el ceño, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda. ¿Nosotros?

—Llevamos años trabajando juntos —continuó Hermiscles, apoyando las manos sobre el escritorio—. Desde el accidente de tu esposa, has estado bajo mi cuidado. Tú y yo nos hemos reunido muchas veces en la cafetería del hospital, hablamos de filosofía, de tus ideas, de la forma en que percibes el mundo. Es un espacio que te ayuda a conectar contigo mismo. Pero, Jhon, hay algo que necesitas entender.

Las palabras del mago parecían resonar en el aire, como si el espacio mismo se detuviera para escuchar. Jhon sintió que su respiración se volvía más pesada, pero no dijo nada, esperando que Hermiscles siguiera.

—Tienes un trastorno disociativo —continuó Hermiscles, con la voz llena de una mezcla de certeza y cuidado—. Esto ocurre cuando la mente, enfrentada a un trauma extremo, crea realidades alternativas para protegerse de lo que no puede aceptar. En tu caso, esa realidad se construyó después del accidente. Perdimos a tu esposa en circunstancias terribles, Jhon. El impacto emocional fue tan grande que tu mente tomó un camino para bloquear lo que ocurrió, para aferrarse a una normalidad que no existe.

Jhon abrió la boca para hablar, pero las palabras no salieron. Era como si el aire lo hubiera abandonado.

Hermiscles continuó, sin romper el contacto visual. —No eres el hombre que crees ser. La rutina que ves, el trabajo, tu casa… todo es parte de la construcción que tu mente creó para protegerte. Cuando algo interfiere con esa construcción, como un detalle que no encaja, comienza a desmoronarse. Por eso te sientes perdido, desconcertado. Por eso estás aquí, Jhon. Porque sabes que algo no está bien.

—No puede ser… —susurró Jhon, su voz apenas audible. Su cuerpo estaba rígido, incapaz de moverse mientras procesaba lo que Hermiscles decía.

—Sé que esto es difícil de aceptar —dijo el mago, inclinándose ligeramente hacia adelante—. Pero tienes que enfrentarlo, Jhon. Tienes que ver la verdad por lo que es. Estoy aquí para ayudarte.

Las palabras del mago se quedaron flotando en el aire, pero Jhon comenzó a sacudir la cabeza lentamente, como si rechazara cada sílaba. No podía ser cierto.

—¡Esto no es real! —exclamó, poniéndose de pie de un salto. El sonido de su voz resonó en el consultorio, mientras sus manos temblorosas se aferraban al respaldo de la silla—. ¡Usted no es un psiquiatra! ¡Es un mago, un manipulador! ¡Nada de esto tiene sentido!

Hermiscles no se movió, pero su expresión se mantuvo serena, como si entendiera la reacción de Jhon antes de que ocurriera. —¿Y qué pasa si lo que crees que no tiene sentido es la única verdad que has evitado durante todo este tiempo? Pregúntate, Jhon. ¿Por qué no recuerdas los detalles? ¿Por qué no reconoces las caras? ¿Por qué el mundo parece cambiar cuando intentas aferrarte a él?

Jhon cerró los ojos con fuerza, intentando bloquear las palabras del mago, intentando rechazar todo lo que estaba escuchando. No podía ser cierto. No podía ser verdad.

—¡No puede ser correcto! —gritó, sintiendo que su voz se quebraba bajo el peso de su propia desesperación.

La habitación pareció detenerse, como si la misma realidad hubiera contenido el aliento. Jhon permaneció así, con los ojos cerrados y los puños apretados, esperando que el mundo volviera a estabilizarse.

Finalmente, abrió los ojos.

Y entonces, todo cambió.

Hermiscles ya no estaba frente a él. En su lugar, el psiquiatra de siempre lo miraba desde la silla, con expresión desconcertada.

—Jhon… ¿estás bien? —preguntó el doctor, inclinándose ligeramente hacia adelante.

Jhon se quedó inmóvil, sin responder. El mundo estaba lleno de preguntas, pero ninguna tenía respuesta.

Capítulo 35: A un paso del abismo

El silencio en el consultorio era denso, como si las palabras que Jhon acababa de gritar aún flotaran en el aire, cargadas de su desesperación. El psiquiatra, sentado frente a él, lo observaba con una calma calculada, sus dedos entrelazados sobre el escritorio. Jhon sentía como si el peso de la habitación estuviera sobre sus hombros, empujándolo hacia un vacío que no sabía cómo evitar.

—No sé qué hacer —comenzó Jhon, su voz quebrada. Tenía las manos apretadas contra su frente, como si quisiera contener la tormenta que rugía en su mente—. Siento que estoy perdiendo el control de todo. Mi casa, mi trabajo, mi vida… nada tiene sentido. Cada vez que intento agarrarme a algo real, simplemente se desmorona.

El psiquiatra asintió lentamente, sin interrumpirlo. Jhon tomó esto como una señal para continuar, vaciando todo lo que había estado reprimiendo.

—Vi cosas que no deberían estar ahí. Personas que no reconozco, lugares que cambian frente a mis ojos. Mi propia casa… —Jhon hizo una pausa, su voz temblorosa—. Mi casa se convierte en algo que no es. Una familia vive allí como si siempre hubiera sido suya. Y luego… luego vuelvo y está como la recuerdo. Como si nada hubiera pasado. ¿Cómo es posible eso?

El psiquiatra mantuvo su expresión neutra, su lápiz anotando detalles en un cuaderno con movimientos suaves.

—Continúa, Jhon —dijo con una voz calmada, casi tranquilizadora—. Estoy aquí para escucharte.

Jhon exhaló con fuerza, sintiendo como si estuviera a punto de romperse. Las palabras salieron de su boca más rápido de lo que podía procesarlas.

—Hay un hombre… un hombre llamado Hermiscles. No sé quién es o qué quiere de mí, pero todo comenzó con él. Lo conocí en un café, y desde ese momento, todo se ha ido al infierno. Me llena la cabeza de ideas, de preguntas que no tienen respuesta. Y lo peor de todo es que no sé si es real o si es algo que mi mente creó.

El psiquiatra dejó el lápiz sobre la mesa y cruzó las manos frente a él.

—Jhon, lo que describes suena como una disociación. Es común cuando la mente está bajo un estrés extremo. Estos episodios pueden crear sensaciones o experiencias que parecen reales, pero que en realidad son proyecciones internas.

—¡No! —interrumpió Jhon, golpeando la mesa con ambas manos. Su voz era un grito desesperado, lleno de frustración—. ¡Esto no puede ser solo mi mente! Yo sé lo que vi. Esto no es solo estrés, no es una ilusión. ¡Es real!

El psiquiatra mantuvo la calma, pero sus ojos mostraban un atisbo de preocupación. Esperó a que Jhon se recostara nuevamente en la silla antes de hablar.

—Entiendo que se sienta así, Jhon. Pero quiero que se haga una pregunta: ¿qué es lo último que recuerda con claridad? Antes de que todo esto comenzara, ¿había algo en su vida que pudiera haber desencadenado esta sensación de pérdida?

La pregunta perforó a Jhon como un cuchillo. Cerró los ojos, buscando en su memoria. Y entonces, apareció: el accidente.

—Mi esposa… —susurró, su voz apenas audible—. Mi esposa murió en un accidente automovilístico. Yo estaba conduciendo.

El psiquiatra no dijo nada, permitiendo que Jhon continuara.

—Siempre he intentado seguir adelante. Pero ahora siento que… tal vez nunca lo hice realmente. —Abrió los ojos, mirándolo directamente—. ¿Cree que todo esto está relacionado con eso?

El médico tomó aire, como si eligiera cuidadosamente sus palabras. —Es posible que esa experiencia haya dejado un impacto duradero, Jhon. Cuando no procesamos una pérdida de manera adecuada, nuestra mente puede manifestar esa carga emocional de formas inesperadas. Pero quiero que entienda algo muy importante: no está loco.

Jhon dejó escapar una risa amarga, inclinándose hacia adelante. —¿Cómo puede decir eso? ¿Ha escuchado lo que le estoy contando? Personas que desaparecen, lugares que cambian… Si eso no es locura, entonces no sé qué es.

El psiquiatra lo miró fijamente, con una intensidad que parecía atravesar la tormenta que envolvía a Jhon.

—Las personas que están conscientes de que algo no está bien con su mente son precisamente las que más dispuestas están a buscar ayuda, Jhon. No está loco porque reconoce que algo no encaja. Eso, en sí mismo, es un signo de claridad, no de delirio.

Jhon se quedó en silencio, procesando esas palabras. Una pequeña chispa de esperanza comenzó a encenderse, pero el peso de sus experiencias seguía siendo abrumador.

—Entonces, ¿qué hago? —preguntó finalmente, su voz apenas un susurro—. ¿Cómo salgo de esto?

El psiquiatra tomó el cuaderno nuevamente, escribiendo algo antes de responder.

—Vamos a comenzar con medicación. Algo para estabilizar su estado emocional y reducir la ansiedad. También quiero que siga viniendo a las sesiones. Esto no se soluciona de la noche a la mañana, pero con el tiempo, podemos trabajar juntos para reconstruir lo que siente que ha perdido.

Jhon asintió lentamente. Era un comienzo. No estaba seguro de si era suficiente, pero al menos le ofrecía un ancla en el caos.

El psiquiatra se levantó de su silla y extendió una receta hacia él. —Esto le ayudará. Pero recuerde, Jhon: no está solo. Estoy aquí para apoyarlo.

Jhon tomó el papel con manos temblorosas, pero antes de salir, se detuvo en la puerta. Miró al médico una última vez, buscando algo en su rostro que no podía nombrar.

—¿Y si no puedo escapar de esto? —preguntó, más para sí mismo que para el doctor.

El psiquiatra lo miró con una expresión tranquila, pero no respondió.

Jhon salió del consultorio con la receta en el bolsillo, sintiendo que había dado un paso hacia algo. Pero en el fondo de su mente, una voz persistía, susurrándole lo que no quería escuchar: “Nada ha cambiado realmente.”

Capítulo 36: Ecos de normalidad

Los días habían transcurrido con una calma que casi parecía irreal. Para Jhon, el regreso a la normalidad era como una manta tibia que, aunque reconfortante, ocultaba una inquietud persistente en su interior. Su casa estaba tal y como debía estar: desordenada, con papeles esparcidos y su alfombra desgastada cubriendo el suelo. Su escritorio en el trabajo estaba ocupado únicamente por él, y sus compañeros de oficina parecían reconocerlo sin dudarlo. Todo estaba exactamente como debía ser.

Sin embargo, Jhon no podía evitar mirar por encima del hombro de vez en cuando, esperando, temiendo, que algo se rompiera nuevamente. La perfección de la rutina le resultaba sospechosa. Pero no había señales de que algo estuviera mal. La duda quedó relegada al fondo de su mente mientras se concentraba en seguir adelante.

Llegó el día de su próxima sesión con el psiquiatra, y Jhon, decidido a mantener el rumbo, salió hacia el consultorio sintiéndose casi… tranquilo. El sol brillaba tenuemente sobre la ciudad, las calles parecían familiares una vez más, y el caos que había experimentado semanas atrás ahora parecía una pesadilla lejana.

Al llegar al edificio del consultorio, sus pasos resonaron con un ritmo constante en el pasillo. Respiró profundamente antes de abrir la puerta, listo para abordar los próximos pasos de su tratamiento. Pero justo cuando la abrió, se detuvo en seco. Había alguien más allí.

Frente al consultorio, de espaldas a él, estaba una figura que reconoció de inmediato. Hermiscles.

El hombre parecía estar terminando una conversación con el psiquiatra, inclinándose hacia él con una sonrisa despreocupada mientras le daba un apretón de manos. Cuando se giró, su mirada se encontró con la de Jhon, y sus ojos brillaron con una mezcla de sorpresa y familiaridad.

—¡Jhon! —exclamó Hermiscles, con ese tono tranquilo y lleno de curiosidad que siempre lo caracterizaba—. Qué alegría verte. ¿Cómo estás, amigo mío? Hace tiempo que no hablamos. Dejamos nuestra conversación en el café a medias, ¿no crees?

Jhon sintió como si el suelo se hundiera bajo sus pies. ¿Qué hacía Hermiscles aquí? Era como si el hombre estuviera enredado en cada aspecto de su vida, imposible de evitar.

—¿Qué… qué estás haciendo aquí? —preguntó Jhon, su voz tensa. Sus ojos se movieron entre Hermiscles y el psiquiatra, buscando alguna explicación.

El psiquiatra levantó la vista, notando la confusión de Jhon, y sonrió con amabilidad. —Oh, ¿ya conoces a Hermiscles? —dijo, dejando la pluma sobre el escritorio—. Es un buen amigo mío. Llevamos años trabajando juntos en varios proyectos. Hermiscles es un miembro respetado de la Orden Rosacruz y un escritor brillante. Ha publicado varios libros sobre filosofía idealista. Tiene un talento único para… bueno, para desafiar las formas tradicionales de pensar.

Jhon parpadeó, sintiendo que su respiración se volvía superficial. ¿Amigo del psiquiatra? ¿Orden Rosacruz?

Hermiscles se rió suavemente, como si entendiera perfectamente el desconcierto de Jhon. —Oh, no hagas caso a las exageraciones del doctor. Aunque debo admitir que disfruto mucho de nuestros debates, en especial cuando me encuentro con filósofos materialistas. Siempre es un placer mostrarles las grietas en sus teorías desde mi humilde perspectiva ontológica.

Jhon sintió cómo la irritación y la incredulidad se mezclaban dentro de él. Pero antes de que pudiera responder, el psiquiatra intervino nuevamente.

—Ten cuidado, Jhon. Hermiscles tiene la costumbre de citar a filósofos materialistas en los cafés solo para desafiarlos. Lo hace por diversión, pero reconozco que es bastante persuasivo. —El psiquiatra abrió un cajón de su escritorio y sacó un libro, que ofreció a Jhon con una sonrisa—. Tal vez esto te interese. Es un libro sobre fisicalismo filosófico. Podría darte herramientas para contrarrestar los argumentos de Hermiscles. Nunca está de más estar preparado.

Jhon tomó el libro con manos temblorosas, su mirada fija en Hermiscles, quien lo observaba con una sonrisa inquebrantable. La normalidad que había construido cuidadosamente comenzaba a resquebrajarse nuevamente.

—Bueno, Jhon —dijo Hermiscles, dando un paso hacia él y colocando una mano ligera sobre su hombro—. Espero verte pronto en el café. Dejamos la conversación en un punto interesante, ¿no crees? ¿Cuándo volverás?

Jhon no respondió. No podía. Su mente era un torbellino de dudas, preguntas y una creciente sensación de que, por mucho que intentara evitarlo, algo más grande lo estaba envolviendo. Hermiscles retiró su mano y se despidió con una ligera inclinación antes de salir del consultorio, dejando a Jhon parado allí, congelado.

El psiquiatra lo observó con atención. —¿Todo bien, Jhon? Pareces… perturbado.

Jhon apretó el libro entre sus manos, incapaz de responder. ¿Era esto real? ¿Podía confiar en lo que acababa de suceder, o era solo otra pieza del rompecabezas que no podía resolver?

Capítulo 37: Fragmentos de un pasado incierto

Jhon llegó a su casa con el libro apretado contra su pecho, su mente aún atrapada en el encuentro con Hermiscles. ¿Por qué estaba allí? ¿Por qué el psiquiatra lo conocía? Todo esto tenía sentido, pero al mismo tiempo, no podía evitar sentir que algo estaba profundamente mal.

Se dejó caer en el sillón con el libro entre las manos, pasándolo distraídamente entre los dedos. Fisicalismo filosófico. Un intento del psiquiatra por darle una base sólida, una defensa ante los argumentos de Hermiscles. Jhon abrió el libro y comenzó a leer lentamente, pero su concentración pronto se desvió.

Mientras pasaba las páginas, las palabras comenzaron a desvanecerse ante su mirada y, en su lugar, imágenes inundaron su mente. Recuerdos.

Primero, la primera vez que entró al café. La luz tenue, el sonido suave de la porcelana al chocar contra las mesas, el aroma a café recién hecho. Y en una esquina, la figura de Hermiscles, esperándolo, con esa expresión de calma y misterio.

Después, la primera conversación. Las preguntas sin respuesta, los conceptos que retaban todo lo que Jhon creía conocer, la sensación de que el mundo estaba cambiando cada vez que se adentraba más en la discusión.

El día que salió del café y sintió que algo en su cuerpo estaba distinto. El aire pesado, la ciudad desconocida, el vértigo de no saber dónde estaba parado.

Su casa convertida en algo ajeno. La familia extraña, el hombre furioso, la niña que lo miraba con miedo.

El trabajo que desapareció de sus manos. Los rostros desconocidos, la sensación de vacío al ver su escritorio ocupado por alguien más.

El psiquiatra, sus palabras, la revelación de que todo podría ser un mecanismo de defensa de su propia mente.

Y finalmente, Hermiscles, cruzando cada uno de esos recuerdos como una sombra constante, como un eco que jamás desaparecía.

Jhon sintió que su cuerpo se hundía en la sensación de estar atrapado entre tiempos, entre recuerdos, entre realidades. ¿Qué era real? ¿Qué no lo era?

Su visión comenzó a oscurecerse, el peso del cansancio cayendo sobre él como una losa. Se quedó dormido.

Cuando despertó, la luz del amanecer ya se filtraba por las ventanas. Había amanecido.

Se incorporó lentamente, con el libro aún abierto sobre su pecho. No recordaba en qué momento había cerrado los ojos.

Miró a su alrededor, sintiendo una extraña sensación de vacío en su pecho. Algo había cambiado. Pero no sabía qué.

Capítulo 38: La resolución del escéptico

Jhon se miró en el espejo, ajustando el cuello de su chaqueta con movimientos pausados. Hoy sería distinto. No volvería al café como un hombre desorientado, atrapado en una maraña de incertidumbre. Hoy iría para desarmar a Hermiscles.

Se giró hacia la mesa de su pequeña sala de estar, donde el libro de fisicalismo filosófico descansaba con su portada seria y austera. Había pensado en revisarlo, en sumergirse en sus páginas para reforzar su postura, pero al final, decidió no hacerlo.

¿Por qué? Porque ya sabía lo que debía hacer. Este debate no era sobre términos complejos ni teorías rebuscadas. Era sobre lógica. Sobre la realidad, sobre lo tangible, sobre lo que puede ser probado. No necesitaba más preparación. Todo lo que necesitaba ya estaba dentro de su mente.

Con un aire de resolución, guardó su billetera en su bolsillo y salió de su casa. Hoy no trabajaba. Hoy tenía todo el tiempo del mundo para enfrentar a Hermiscles.

Mientras caminaba por la ciudad, las ideas fluían con rapidez en su cabeza. ¿Por dónde empezar?

Primero, la percepción de la realidad. Hermiscles había insinuado varias veces que la realidad no era lo que parecía, que podía ser moldeada, que la mente tenía un papel más activo en su construcción de lo que la mayoría de la gente creía. Jhon podría atacar esto fácilmente. La realidad no cambiaba según la percepción de un individuo. La realidad era lo que era. Si alguien veía algo distinto, era por un fallo en la mente de esa persona, no porque el mundo estuviera cambiando a su alrededor.

Luego, la cuestión del tiempo. Hermiscles había lanzado indirectas sobre la naturaleza del tiempo, sobre cómo fluía de manera distinta según la perspectiva del observador. Jhon tenía una forma simple de contrarrestar esto: el tiempo es una constante. Un segundo es un segundo, un minuto es un minuto. No importa si la percepción de un individuo lo hace sentir más lento o más rápido, la realidad es implacable con su precisión.

Después, la identidad. Hermiscles había jugado con esta noción, haciéndolo sentir que tal vez no era quien creía ser, que tal vez su mente estaba construyendo narrativas que él consideraba absolutas, pero que en realidad eran ilusiones. Jhon podía enfrentar esto con frialdad. Su pasado estaba claro, su historia era real. No había ningún motivo racional para cuestionar quién era.

Cada argumento que Hermiscles había planteado tenía grietas, y Jhon estaba decidido a explotarlas.

Mientras avanzaba por las calles, se sintió extrañamente liviano, como si, por primera vez en mucho tiempo, tuviera el control. El mundo no estaba cambiando. Él estaba tomando el control del mundo.

Finalmente, llegó al café.

Se detuvo un momento en la puerta, su corazón bombeando con fuerza. Respiró hondo, preparándose.

Empujó la puerta y entró.

Allí estaba Hermiscles.

Sentado en la misma mesa de siempre, con la misma postura relajada, con el mismo aire de quien ha esperado todo el tiempo del mundo para que la conversación continúe.

Jhon sintió un escalofrío recorrer su espalda. ¿Siempre estaba allí?

Por un momento, todo lo que había planeado comenzó a tambalearse. Pero se obligó a recuperar el control.

Hoy no sería él quien quedara atrapado en los enigmas de Hermiscles.

Hoy, sería él quien ganara.

Capítulo 39: El cruce de ideas

El café estaba exactamente como Jhon lo recordaba: la luz tenue, el aroma de granos recién molidos, el murmullo suave de conversaciones ajenas. Pero lo único que realmente importaba era Hermiscles, sentado en su mesa habitual, con la misma postura relajada, con la misma expresión que parecía sugerir que había estado esperándolo desde siempre.

Jhon se acercó con paso firme, decidido a no titubear. Hoy sería distinto. Hoy no sería el hombre abrumado por las circunstancias, sino el pensador que desarmaría las teorías de Hermiscles.

Cuando llegó frente a la mesa, Hermiscles levantó la vista y esbozó una sonrisa tranquila.

—Jhon, me alegra verte —dijo con naturalidad, como si estuvieran retomando una conversación interrumpida apenas unos instantes atrás—. ¿Por qué tardaste tanto?

Jhon entrecerró los ojos. La familiaridad de Hermiscles lo desconcertaba.

—Porque cada vez que hablo contigo, mi vida parece volverse un desastre —respondió, su tono más seco de lo que había planeado—. No sé qué es lo que pasa, pero cada vez que te encuentro, algo cambia. Mi casa, mi trabajo, incluso las caras que veo. Es como si estuvieras siguiéndome a todas partes.

Hermiscles soltó una leve risa, sin mostrar sorpresa por lo que Jhon decía.

—¿Seguirte? No, Jhon —respondió con calma—. Tú eres quien me busca, aunque no lo sepas. Desde el primer día, desde el momento en que te sentaste en esta mesa y decidiste debatir conmigo, fuiste tú quien puso un pie en este camino.

Jhon sintió un escalofrío recorrer su espalda, pero se obligó a ignorarlo.

—¿Entonces qué eres? ¿Una especie de guía filosófico que aparece en mi vida para desestabilizarla?

Hermiscles lo miró con una expresión que era casi indescifrable.

—Soy solo un hombre que disfruta de una buena conversación —respondió finalmente—. Pero si mi presencia te incomoda tanto, dime, Jhon… ¿por qué volviste?

La pregunta cayó como una piedra en el centro de su mente. ¿Por qué había vuelto?

Podría haber ignorado el café. Podría haber evitado a Hermiscles. Pero estaba aquí.

Jhon tomó asiento, sintiendo que ese gesto sellaba el inicio de algo irreversible.

—Porque quiero acabar con esto —respondió, entrelazando los dedos sobre la mesa—. Quiero demostrar que tus ideas no tienen fundamento.

Hermiscles sonrió, acomodando la postura con satisfacción.

—Ah, el enfrentamiento esperado. Materialismo contra idealismo. Razón contra percepción. Me alegra que finalmente estés listo para ello.

Jhon respiró profundamente. Esto sería largo. Complejo. Intenso.

Y así comenzó el choque entre dos titanes del pensamiento.

Capítulo 40: Los cimientos del pensamiento

Jhon se acomodó en su silla, manteniendo la mirada fija en Hermiscles. Ahora sí, había llegado el momento de desmontarlo.

—Bien —comenzó Jhon, entrelazando los dedos sobre la mesa—, vamos a empezar desde lo fundamental. ¿Por qué insistes en que la realidad no es objetiva?

Hermiscles tomó su taza de café con tranquilidad, como si no hubiera una guerra filosófica en proceso. Era desconcertante cuánto disfrutaba el debate, como si no buscara ganar, sino simplemente explorar ideas.

—Porque la objetividad absoluta es una ilusión, Jhon —respondió, con su tono sereno—. Lo que percibimos no es la realidad en sí misma, sino una interpretación de ella. Nuestra mente no recibe el mundo de forma directa, sino filtrada por la conciencia.

Jhon exhaló con fuerza. Sabía que esto vendría.

—Eso es una postura solipsista, Hermiscles. No puedes reducir todo a percepción. Existen leyes físicas que gobiernan el mundo. La gravedad, la termodinámica, los principios de causalidad. Esas cosas no dependen de nuestra conciencia. Están ahí, nos guste o no.

Hermiscles dejó su taza sobre la mesa, esbozando una leve sonrisa.

—Pero dime, Jhon. ¿Esas leyes existen fuera de la mente o son simplemente modelos que construimos para explicar lo que observamos?

La pregunta golpeó con fuerza, pero Jhon estaba preparado.

—No importa si son modelos o si hemos construido su representación mental. Lo importante es que operan de forma independiente a la mente. Si la humanidad desapareciera mañana, la gravedad seguiría existiendo, las estrellas seguirían brillando, la materia seguiría interactuando.

Hermiscles asintió lentamente, como quien reconoce la fuerza del argumento.

—Interesante. Entonces sigamos profundizando. Si dices que la realidad es completamente física, ¿cómo explicas la conciencia? ¿Cómo un sistema material puede producir algo tan subjetivo como el pensamiento, las emociones y la imaginación?

Jhon sonrió internamente. Sabía que esto vendría.

—Ah, el problema mente-cuerpo. Eso se ha debatido desde Descartes hasta nuestros tiempos. La neurociencia ha avanzado lo suficiente para demostrar que la conciencia es un producto del cerebro. Es una propiedad emergente de sistemas complejos de materia, como el procesamiento de datos en una computadora.

Hermiscles se inclinó levemente hacia adelante.

—¿Entonces crees que la mente es solo un algoritmo biológico?

Jhon sostuvo la mirada, sin titubear.

—Sí. La mente no es más que materia organizándose de forma eficiente. No hay nada misterioso en ello.

Hermiscles esbozó una leve sonrisa, como si esperara exactamente esa respuesta.

—Déjame desafiar eso —dijo—. Si la conciencia es solo el resultado de procesos biológicos, ¿por qué aún no hemos logrado replicarla artificialmente con total fidelidad?

Jhon frunció el ceño. Sabía que esto sería difícil.

—Porque el sistema es extremadamente complejo. Pero estamos avanzando. Ya tenemos modelos computacionales capaces de simular procesos cognitivos. Es solo cuestión de tiempo.

Hermiscles entrecerró los ojos, observándolo con detenimiento.

—¿Cuánto tiempo, Jhon? —preguntó, con un tono enigmático—. Llevamos siglos intentando comprender la conciencia y aún no logramos reproducirla completamente. Quizás hay algo en ella que no es solo físico, algo que trasciende la biología.

Jhon sintió una leve incomodidad, pero no se permitió vacilar.

—¿Quieres insinuar que la conciencia es algo más que materia?

Hermiscles sonrió.

—Quiero insinuar que tal vez, Jhon, la materia es la ilusión, y la conciencia es lo que realmente existe.

El silencio entre ellos fue pesado, cargado de tensión filosófica. La batalla estaba en marcha.

Capítulo 41: El primer nudo—La naturaleza de la realidad

Jhon se apoyó en la mesa, cruzando los brazos con determinación. Era el momento de cortar el primer nudo filosófico.

—Dijiste algo interesante antes, Hermiscles —comenzó, su tono firme—. Que la materia es la ilusión y la conciencia es lo que realmente existe.

Hermiscles asintió con calma.

—Sí, Jhon. ¿Por qué te inquieta esa idea?

Jhon se inclinó ligeramente hacia adelante, como un ajedrecista a punto de ejecutar su primera jugada.

—Porque es completamente absurdo. La materia existe. Está aquí, la tocamos, la medimos, interactuamos con ella. La ciencia ha probado su existencia de manera irrefutable. No es una ilusión.

Hermiscles sonrió. Había esperado exactamente esa respuesta.

—Déjame desafiarte con un pensamiento más profundo. Si la materia es tan objetiva, dime, Jhon: ¿cómo puedes demostrar que el mundo existe fuera de la percepción de la mente?

Jhon soltó una breve risa.

—Vaya, estás citando a Berkeley. “Ser es ser percibido”, ¿no?

—Exactamente —respondió Hermiscles, con un leve asentimiento—. Berkeley argumentaba que todo lo que conocemos lo experimentamos a través de nuestra mente. No hay un acceso directo a la materia. No podemos interactuar con ella sin antes percibirla.

Jhon no tardó en contraatacar.

—Pero eso es un error filosófico. Solo porque percibimos a través de la mente no significa que la materia dependa de nuestra percepción para existir. Ese argumento es un abuso de la epistemología sobre la ontología.

Hermiscles apoyó los dedos sobre la mesa, observándolo con interés.

—Bien dicho. Pero déjame preguntarte algo más. ¿Has oído hablar de Bernardo Kastrup?

Jhon frunció el ceño. Sí, había leído sobre él.

—Sí, el físico y filósofo que defiende el idealismo ontológico. Cree que la materia es solo una manifestación de una conciencia universal.

Hermiscles asintió.

—Correcto. Kastrup argumenta que la realidad no es física, sino mental. Todo lo que experimentamos no es un universo externo, sino la manifestación de una conciencia más amplia de la que somos parte.

Jhon golpeó la mesa con los dedos. Era un buen argumento, pero tenía fisuras.

—Déjame citar a Daniel Dennett en respuesta —dijo con seguridad—. “La conciencia no es otra cosa que la organización funcional de la materia en el cerebro.” Kastrup se equivoca en algo fundamental: no podemos probar que existe una conciencia universal, pero sí podemos probar que la materia genera conciencia.

Hermiscles sonrió, satisfecho con la dirección del debate.

—Entonces dime, Jhon. Si la materia genera conciencia, ¿por qué aún no podemos replicarla artificialmente?

El filósofo se tensó. La pregunta lo había golpeado en un punto delicado.

El primer nudo filosófico había sido planteado

Capítulo 42: La mente contra la materia

Jhon se apoyó en la mesa, sintiendo que el debate había llegado a un punto crítico. Hermiscles había planteado una pregunta difícil.

—Si la materia genera conciencia, ¿por qué aún no podemos replicarla artificialmente?

Era una cuestión que muchos científicos y filósofos habían intentado responder. La conciencia, aunque se entendía como una propiedad emergente del cerebro, seguía siendo un fenómeno difícil de reproducir en un sistema artificial.

Jhon tomó aire, organizando su respuesta con precisión.

—La dificultad para replicarla no significa que la conciencia sea independiente de la materia —argumentó—. Hay sistemas complejos en biología que aún no podemos duplicar, pero eso no significa que no tengan un origen físico. La evolución generó una arquitectura neurológica que, hasta ahora, no hemos podido imitar por completo en la ingeniería.

Hermiscles tomó su taza de café con tranquilidad, como si su mente estuviera navegando por múltiples capas de pensamiento.

—¿Entonces crees que cuando logremos construir una inteligencia artificial con plena conciencia, eso demostrará que la materia es la única fuente de la mente?

Jhon asintió con firmeza.

—Eso sería un golpe fatal para el idealismo. Si logramos crear una conciencia sintética funcionalmente indistinguible de la humana, demostrará que la mente es solo la organización de la materia.

Hermiscles esbozó una leve sonrisa.

—Permíteme desafiar eso, Jhon. Si algún día logramos construir una inteligencia artificial con plena conciencia, ¿cómo sabremos que realmente es consciente, y no simplemente un simulacro de procesos mentales?

Jhon entrecerró los ojos. Una buena pregunta.

—Podemos definir la conciencia en términos de comportamiento y auto-reconocimiento. Si un sistema puede reflexionar sobre sí mismo, aprender, y desarrollar subjetividad en su pensamiento, será funcionalmente idéntico a nuestra conciencia.

Hermiscles ladeó la cabeza con curiosidad.

—¿Y qué pasa si creamos un sistema que imita perfectamente la conciencia, pero que no la “siente”? ¿Qué pasa si solo está ejecutando procesos, sin experimentar lo que llamamos “subjetividad”?

Jhon cruzó los brazos.

—Eso es el argumento de la “cámara china” de Searle. La idea de que un sistema puede manipular símbolos sin entenderlos realmente.

—Exactamente —respondió Hermiscles—. Y si aceptamos que es posible replicar funcionalmente la conciencia sin que el sistema realmente la experimente, entonces estamos demostrando que la conciencia no es reducible solo a procesos materiales.

Jhon exhaló con frustración. Era un argumento difícil de contradecir completamente.

La materia y la mente seguían siendo una de las grandes incógnitas del pensamiento filosófico.

El nudo filosófico se apretaba más. Pero la batalla aún no había terminado.

Capítulo 43: La grieta en la percepción

Jhon tomó aire, sintiendo que su propia lógica se tambaleaba ante los argumentos de Hermiscles. La conciencia podía ser un efecto de la materia, sí, pero… ¿qué pasaba con la subjetividad? ¿Podía realmente reducirse a meras reacciones biológicas y procesos computacionales?

No iba a dar su brazo a torcer. Tenía que contraatacar.

—Estás usando un argumento demasiado abstracto —dijo Jhon, su tono más afilado ahora—. La conciencia es un producto de nuestra biología, pero no es algo que tengamos que replicar para demostrarlo. El hecho de que aún no podamos reproducirla artificialmente no significa que no sea generada por la materia.

Hermiscles sonrió con esa expresión impenetrable que Jhon ya comenzaba a reconocer como parte de su estrategia.

—Pero dime, Jhon, ¿qué pruebas tienes de que la materia crea la conciencia y no al revés?

Jhon se reclinó en su silla. Era una pregunta peligrosa.

—Porque la conciencia depende de un soporte físico para existir. Si destruyes el cerebro, la conciencia desaparece. Es tan simple como eso.

Hermiscles asintió, sin mostrar desacuerdo.

—Entonces dime, Jhon, ¿qué pasa si simplemente estamos confundiendo correlación con causalidad? Es cierto que la conciencia parece ligada a la actividad cerebral, pero eso no prueba que la materia sea su origen. Solo prueba que están conectadas.

Jhon entrecerró los ojos. Era un punto delicado.

—¿Estás diciendo que el cerebro es solo un receptor de conciencia, y no su generador?

Hermiscles esbozó una sonrisa.

—Exactamente. Como una radio recibe señales, pero no las produce. ¿No has considerado que el cerebro podría estar operando de la misma manera?

Jhon sintió una punzada de frustración. Era un argumento difícil de refutar.

—Eso es pura especulación —dijo, tratando de recuperar el control—. Si la conciencia no es un producto del cerebro, ¿de dónde viene? ¿De algún plano metafísico?

Hermiscles apoyó las manos sobre la mesa con serenidad.

—Esa es la pregunta clave, ¿no? La cuestión no es si la conciencia tiene un origen físico, sino si existe algo más allá de lo que consideramos materia.

Jhon sintió que la conversación se estaba desviando, pero no podía evitar seguir el hilo.

—¿Quieres decir que hay una realidad superior a la física?

Hermiscles inclinó la cabeza levemente, sus ojos brillando con un destello de misterio.

—Quizás no una realidad “superior”, pero sí una realidad más profunda. Algo que subyace a lo que llamamos físico.

Jhon exhaló con fuerza. La batalla aún no había terminado.

Los nudos filosóficos seguían apretándose

Capítulo 44: Lo que subyace al mundo

Jhon se inclinó hacia adelante, sintiendo cómo el peso de la conversación se volvía más intenso. Hermiscles estaba guiando el debate hacia un territorio más incierto, más abstracto, y aunque Jhon se mantenía firme en su racionalismo materialista, no podía evitar la sensación de que estaba entrando en aguas turbias.

—Entonces dime, Hermiscles —comenzó Jhon, su voz más medida—, si existe una realidad más profunda que la materia, ¿cómo la pruebas? ¿Dónde está la evidencia de que hay algo más allá de lo físico?

Hermiscles tomó un sorbo de café, su expresión imperturbable. Cada una de sus respuestas parecía calculada, pero nunca forzada.

—Déjame hacerte una pregunta antes de responder la tuya —dijo, colocando su taza con suavidad sobre la mesa—. ¿Cómo pruebas que la materia existe de forma independiente a la mente?

Jhon frunció el ceño. Sabía que Hermiscles intentaría desviar la carga de la prueba.

—Porque podemos medirla, tocarla, verla, sentirla. Si rompes algo, cambia de estado. Si interactúas con un objeto, responde de acuerdo con las leyes físicas. Hay evidencia experimental y empírica de que la materia es real.

Hermiscles sonrió levemente.

—¿Y si todo lo que “tocas” es solo una interpretación de la mente? ¿Y si cada interacción es simplemente el resultado de un fenómeno que ocurre dentro de la conciencia y no fuera de ella?

Jhon sintió un escalofrío. Era el clásico argumento del idealismo radical.

—Eso es llevar la percepción al extremo, Hermiscles. Claro que la mente es nuestro canal para interpretar la realidad, pero eso no significa que la realidad dependa de la mente. Podemos probar que los objetos existen independientemente de si alguien los percibe.

Hermiscles entrecerró los ojos, como si evaluara cada palabra de Jhon antes de responder.

—¿Podemos realmente probarlo, Jhon? ¿O solo asumimos que es así porque nos parece lo más obvio?

Un nuevo nudo filosófico se estaba formando.

El debate se profundizaba, y Jhon sabía que Hermiscles no iba a facilitarle el camino.

Capítulo 45: La sombra de la certeza

Jhon se cruzó de brazos, su mirada fija en Hermiscles. Sabía que el mago estaba tratando de empujarlo a una crisis conceptual, pero no lo permitiría.

—Escucha, Hermiscles, podemos probar que los objetos existen independientemente de nuestra percepción —dijo con firmeza—. Si dejamos una roca en un lugar desierto y volvemos después de cien años, seguirá ahí. No necesita que nadie la observe para seguir existiendo.

Hermiscles tomó su taza con calma, como si la presión del debate no lo afectara en absoluto.

—¿Y cómo sabes que sigue ahí si nadie la percibe? —preguntó, sus ojos brillando con desafío—. ¿No es su permanencia solo una expectativa basada en modelos mentales?

Jhon apretó los dientes. No iba a dejarse atrapar en un juego semántico.

—Porque la realidad tiene estructura. Es medible, cuantificable, predecible. Los objetos físicos responden a las leyes naturales, no a la percepción subjetiva de un observador.

Hermiscles ladeó la cabeza con una sonrisa intrigada.

—Déjame desafiarte con otra pregunta, Jhon —dijo—. Si el universo es tan objetivo como dices, ¿cómo explicas la mecánica cuántica?

Jhon sintió un escalofrío recorrer su espalda. Lo sabía. Hermiscles iba a usar la física cuántica contra él.

El nudo filosófico se apretaba más. La batalla de ideas se volvía aún más profunda.

Capítulo 46: La paradoja cuántica y la lucha por la objetividad

Jhon apretó los labios, sintiendo que la conversación estaba a punto de tomar un giro peligroso. La mecánica cuántica era un terreno traicionero: ofrecía argumentos tanto para la postura del materialismo como para la del idealismo, dependiendo de cómo se interpretaran sus implicaciones.

—La mecánica cuántica no prueba que la materia dependa de la conciencia —dijo Jhon con firmeza—. Solo muestra que, en ciertos niveles de interacción subatómica, las partículas exhiben comportamientos probabilísticos. Eso no significa que la realidad solo existe cuando es observada.

Hermiscles asintió con interés, pero su sonrisa indicaba que tenía un contraataque preparado.

—Ah, pero aquí es donde entra en juego la interpretación de Copenhague de Niels Bohr —dijo—. Según este modelo, el estado cuántico de una partícula no se define hasta que es medido. Antes de la observación, solo existe como una función de probabilidad.

Jhon tomó aire. Era un argumento poderoso, pero tenía grietas.

—Bohr planteó la interpretación de Copenhague como un modelo matemático, pero eso no significa que la realidad dependa de la conciencia humana para existir —respondió—. Einstein, por ejemplo, desafió esta visión, diciendo: “Dios no juega a los dados con el universo.” Él defendía que debía existir una realidad objetiva más allá de la incertidumbre cuántica.

Hermiscles entrecerró los ojos, como si considerara profundamente la respuesta de Jhon.

—Pero dime, Jhon, ¿cómo explicas el experimento de la doble rendija? —preguntó—. Cuando no se observa, el electrón se comporta como una onda de probabilidades. Cuando se observa, se comporta como una partícula. ¿No es eso evidencia de que la mente afecta la realidad?

Jhon sintió el peso del argumento sobre sus hombros.

—No necesariamente —respondió—. Roger Penrose y otros físicos han propuesto modelos en los que la gravedad influye en la reducción de estados cuánticos. No es la mente la que causa el colapso de la función de onda, sino fuerzas físicas aún no completamente comprendidas.

Hermiscles esbozó una leve sonrisa, como si la conversación se estuviera adentrando en los terrenos que más disfrutaba.

—Entonces dime, Jhon, si el mundo cuántico es probabilístico, ¿cómo puedes afirmar que la materia sigue siendo completamente objetiva?

Jhon sintió que el debate se adentraba en una maraña conceptual que no sería fácil de desatar. Otro nudo filosófico se formaba, y la batalla apenas comenzaba.

Capítulo 47: El horizonte cuántico

Jhon se tomó unos segundos para estructurar su respuesta. El debate se había sumergido en la mecánica cuántica, y aunque Hermiscles trataba de usarla como evidencia del idealismo, Jhon estaba listo para contraatacar.

—El experimento de la doble rendija no demuestra que la realidad dependa de la conciencia —comenzó con firmeza—. Lo que cambia el comportamiento de los electrones no es “ser observado”, sino la interacción con el instrumento de medición. No es que la mente afecte la realidad, es que la medición misma colapsa la función de onda.

Hermiscles hizo una ligera inclinación de cabeza, como quien reconoce la solidez de un argumento.

—Interesante, Jhon. Pero dime, ¿cómo explicas el hecho de que la materia, en su nivel más fundamental, parece estar regida por probabilidades en lugar de absolutos? ¿Cómo puede el universo físico ser indeterminado en su núcleo?

Jhon apoyó ambas manos sobre la mesa, organizando su respuesta con precisión.

—Eso no implica que el materialismo sea falso —respondió—. Solo significa que a nivel cuántico, las cosas funcionan bajo principios estadísticos. No hay necesidad de asumir una “mente universal” solo porque la escala subatómica opera de forma distinta a la escala macroscópica.

Hermiscles sonrió con calma. Pero Jhon sabía que tenía algo más guardado.

—¿Has leído a Henry Stapp? —preguntó el mago.

Jhon frunció el ceño. Sí, conocía sus trabajos sobre la mente cuántica.

—Stapp argumenta que la física cuántica permite la influencia de la mente sobre la realidad —dijo Hermiscles—. Para él, la conciencia juega un papel crucial en la reducción de la función de onda. Si esto es cierto, entonces la materia no es lo que realmente crea la mente, sino la mente la que estructura la materia.

Jhon sintió que el debate estaba empujándolo a terrenos inciertos. Era un nudo filosófico difícil de desatar.

Pero no iba a retroceder.

La batalla de conceptos estaba lejos de terminar.

Capítulo 48: La incertidumbre como fundamento

Jhon se frotó la sien con los dedos, sintiendo cómo la discusión se deslizaba hacia terrenos aún más complejos. Hermiscles estaba usando la mecánica cuántica como evidencia de que la realidad era más mental que física, pero Jhon no podía permitir que el argumento se sostuviera sin un desafío.

—La interpretación de Henry Stapp sobre la mente cuántica es controvertida —dijo Jhon, ajustando su postura—. Su idea de que la conciencia es el agente que colapsa la función de onda no es aceptada por la mayoría de los físicos. Hemos visto modelos alternativos en los que la reducción cuántica ocurre sin intervención de la mente.

Hermiscles entrecerró los ojos, como si evaluara cada palabra de Jhon con cuidado.

—Es cierto que hay otras interpretaciones —respondió—, pero el hecho de que la mecánica cuántica deje abierta la posibilidad de que la conciencia influya en la materia ya es suficiente para cuestionar el materialismo. No podemos seguir asumiendo que la realidad es puramente objetiva si a nivel fundamental todo es incierto.

Jhon apoyó las manos sobre la mesa, organizando sus ideas con precisión.

—Pero la incertidumbre cuántica no implica que la realidad sea dependiente de la mente —contraatacó—. Paul Dirac, uno de los fundadores de la mecánica cuántica, afirmó que las leyes de la física cuántica siguen siendo matemáticamente estructuradas, aunque no sean deterministas. No es que la mente gobierne la realidad; es que estamos tratando con sistemas probabilísticos que siguen patrones estadísticos naturales.

Hermiscles tomó aire, meditando las palabras de Jhon antes de responder.

—Si estamos en un mundo probabilístico, ¿no crees que eso refuerza la idea de que la percepción juega un papel más grande de lo que asumimos? Si la materia es incierta en su estado fundamental, entonces el observador no es un mero testigo, sino una parte activa en la estructura misma de la realidad.

Jhon sintió que el debate estaba llegando a un punto de colisión filosófica. ¿Era posible que el materialismo estuviera en una posición más débil de lo que él pensaba?

Pero no iba a retroceder.

La batalla por la verdad continuaba.

Capítulo 49: La incertidumbre del observador

Jhon se acomodó en la silla, cruzando los brazos con determinación. Hermiscles había tratado de usar la mecánica cuántica como evidencia del idealismo, pero Jhon no iba a dejar que esa postura quedara sin un contraataque sólido.

—Escucha, Hermiscles —comenzó—, el hecho de que los sistemas cuánticos sean probabilísticos no significa que dependan de la mente. En la física clásica, también trabajamos con modelos probabilísticos cuando hay múltiples variables, pero eso no hace que la realidad sea mental.

Hermiscles sonrió, pero en su mirada había una chispa de desafío. Sabía que el debate estaba en su punto más álgido.

—Pero en la física clásica, los sistemas tienen un estado definido en todo momento —respondió—. En la cuántica, el estado de una partícula no se define hasta que es observado. Eso sugiere que la percepción tiene un papel activo en la construcción de la realidad.

Jhon apretó los dientes. Era un argumento difícil de desmontar.

—Si lo que dices fuera cierto, entonces la realidad sería completamente subjetiva —contraatacó—. Sin observadores, el universo no existiría. Pero eso es absurdo. La evidencia astronómica nos muestra que el universo ha existido por miles de millones de años antes de que hubiera cualquier forma de conciencia para observarlo.

Hermiscles se inclinó ligeramente hacia adelante.

—Déjame retarte con otra idea, Jhon —dijo—. Si el universo existe objetivamente y sin necesidad de conciencia, entonces dime: ¿qué es lo que realmente define la existencia?

Jhon sintió un escalofrío recorrer su espalda. Un nuevo nudo filosófico se estaba formando.

La discusión iba más allá de la mecánica cuántica. Ahora se trataba del concepto mismo de “existencia”.

La batalla intelectual estaba lejos de terminar.

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